Me sirvió unos bocaditos y vino tinto, luego se sentó en el otro extremo del sofá de tres cuerpos donde me hallaba.
-¿Te gusta Piaf?
-Sí, claro, me gusta mucho.
Fue hasta un aparato, manipuló algunos controles y volvió. La voz de Piaf, en un plano secundario, nos envolvió.
-Es de la obra teatral. ¿Te gusta el teatro?
-Ni mucho, ni poco, más bien me gusta leer.
-Bueno, a mí también, solo que…
Conversamos de todo un poco, y entre sorbo y sorbo de vino desgranó anécdotas graciosas de su niñez en Nápoles, y otras de su paso por España. El clima intimista que se estaba gestando potenció mi autoestima y la esperanza de que la aventura llegara a buen puerto. Estaba alegre, dicharachera, parecía ser la imagen de la felicidad. Yo festejaba sus chistes de buen grado, y observaba con placer cada uno de sus rasgos y mohines.
Y pensaba que…
Era una mujer hermosa y apetecible al alcance de un lobo hambriento en espera del momento oportuno de atacar.
Seguramente mi visión de los hechos resultaban excesivamente optimistas debido al alcohol. Aunque, debo admitir, que por momentos me invadía el feo presentimiento de ser yo la criatura desamparada ante el acecho de un depredador despiadado.
Me reí de la ocurrencia. ¡Qué tonto era!
-¿De qué te ríes?
-De nada, solo…
-No me vas a decir que te ríes de la nada, Pilluelo -Dijo con esa deliciosa tonadita tana/gallega que acariciaba como el terciopelo.
-Es que, se me ocurrió pensar que eras una pantera y yo tu presa.
-Que imaginación, abuelito.- Sonrió burlona, provocativa, abanicando sus largas pestañas.
Quedé mirándola, Indefenso, sin plan, sin coraza.
Abrió la boca para decirme algo, pero antes se pasó la lengua embebida en vino por los labios, dejándolos brillantes y cargados de erotismo. Cuando escuché su voz lánguida ya había iniciado el movimiento cansino, como desperezándose, con el que se arrastró hacia mí por el tapizado de cuero negro del sofá. Empezaba a volverme loco.
-No está mal, tal vez sea una pantera.-Dijo, y ahora sus movimientos eran felinos en un cien por ciento.
Yo solo miraba, no se me ocurría abrir la boca. Y de pronto dice, como lo más natural.
- Abuelito, ¿ya quieres comer, o prefieres que sigamos hablando aquí?
¡Quién quería comer! Por dios.
-La comida puede esperar.-Oí decir a una voz débil que salía de muy dentro de mí.
No contestó ni prestó la menor atención a mi dicho, tenía un objetivo que lo cumpliría dijese lo que dijera. Y siguió avanzando hasta que el trecho que nos separaba quedó en el límite de lo soportable.
El aroma a lavanda que despedía su piel, el leve jadeo de su respirar, y las dos botellas de cabernet no hacía más que exacerbar mis bajos instintos.
Intuía que el momento de definición había llegado. Dudaba entre ser delicado, o procaz. Finalmente opté por la primera opción, y fracasé.
La tomé de los hombros y tiernamente la atraje a mí con intención de besarla. Ella, con celeridad de experta en estas lides, puso la palma de su mano izquierda en mi boca, y la derecha en mi pecho, impidiendo el contacto. Miró derecho a mis ojos, estaba seria, desconcertante.
-Dime, ¿a qué has venido?
-Cómo a qué he venido.-Contesté automáticamente, pues no tenía respuesta a la pregunta.
-¿Acaso te doy asco?
Se levantó del sofá y rió de buena gana, la seriedad había desaparecido por arte de magia de su rostro.
-No seas tonto abuelito, los besos en la boca solo los doy cuando estoy comprometida.
Me levanté con cierta dificultad, la rodilla no me daba otra alternativa, y tratando de ser firme, le dije:
-No juegues conmigo, chiquita.-
_Haaa. Pillín, parece que estás muy apurado.
Otra vez se acercó provocativa, y quedó ahí nomás del toqueteo.
-Debes tener paciencia, abuelito, disfrutemos la noche, no la estropees.-Sus dedos tibios se posaron en mi mejilla, y cuando intenté hablar, se deslizaron hasta mi boca, sellándola.
No le hice caso; estropear la noche sería quedarme quieto.
-Espérame aquí unos segundos, quiero mostrarte algo.-Dijo y giró para alejarse. Dio dos pasos, y yo pegué un salto, impulsado por la pierna sana, pero al aterrizar casi todo el paso de mis cien kilos recayó en la pierna del problema.
Y comprobé que se puede ahogar un alarido. Apenas recuperé el equilibrio le pasé los brazos por la cintura y las subí hasta cubrir sus grandes tetas. Se quedó quieta por unos segundos, y hasta me pareció que tiraba el culito para atrás festejando la ocasión. No duró mucho, cuando mis manos recién comenzaban a explorar los dos tesoros ocultos, una voz dura, cortante, rompió la magia del momento.
-Basta…Basta.-No fue necesaria una tercera advertencia, la palabra tuvo el efecto de una descarga eléctrica, aparté las manos instintivamente, y quedé viendo como su trasero contoneante se alejaba para perderse en un pasillo oscuro.
Es como dijo Norberto, pensé, “una calienta bragueta”.
-Carajo, y yo aquí como un pelotudo, y esta rodilla de mierda, como duele.-Y… Tantas cosas que se me ocurrieron para insultarme e insultarla. Y también pensaba que no volvería, o que simplemente me echaría de la casa.
Llené una copa de vino y me senté en el sofá a esperar, o mejor dicho, a hacer tiempo para que se me pasara un poco el dolor de la rodilla y pensar en la acción a seguir. Edith Piaf continuaba con “La vida color de rosa”. De un solo trago vacié la copa, había tenido la precaución de traer la botella de la mesa.
A la tercera copa la rodilla ya no molestaba, y la vida nuevamente se teñía de rosa. Empecé a tararear la canción.
No me di cuenta que estaba allí, mirándome, vaya a saber por cuánto tiempo. En la penumbra que separaba el pasillo oscuro de la luz del living, apoyada en la arista de ambos, un poco borroneada por la escasa luz, me pareció ver, como dibujada al crayón, la imagen de una monja. Me enderecé perplejo. Apuré la media copa de vino restante, y no necesité aguzar la vista, ella vino a mí. Se había calzado los hábitos franciscanos, y hasta tenía puesta la capucha.
La noche se había puesto movida, y no alcanzaba a comprender cabalmente la intención de Ornella. La ropa de color habano parecía nueva, de esas que lucen magníficas en las películas, pero no en un convento. Traté de incorporarme, y sin palabras, me señaló que quedara donde estaba. No anduvo con vueltas, levantó el hábito tomándolo del borde que arrastraba por el piso, llevándolo hasta el ombligo. No tenía nada puesto, salvo una mata de pelos negros y ensortijados brotados del pubis, que contrastaba con la piel blanca y mórbida de sus muslos. Perdón, me olvidaba que también llevaba puesto un par de medias azules que le llegaban a las rodillas. Ja, ¡dónde me había metido!
-En el sitio ideal, dijo mi otro yo, y agregó: No te vas a poner a pensar en el por qué de las cosas justo ahora. No es momento de filosofar Fabián. Asentí y me entregué a lo que viniera.
Y lo que vino me transportó al paraíso, se subió a horcajadas entre mis muslos. Estaba seria, la capucha que cubría sus cabellos le daba un aire misterioso, dando la sensación de ser un monje de la santa inquisición.
Como si se tratara de un ritual desató lentamente el nudo de mi corbata, y desabrochó el primer botón de la camisa. Ahora la Piaf cantaba: “No, me arrepiento de nada”.
Después le tocó el turno a la bragueta. Supongo que sería cómico para un observador ocasional ver a un tipo de traje en esos menesteres. Claro que eso lo pensé recién cuando volvía a casa. El resto no duró mucho. Debo decir que la chica era hábil. Metió la mano en el nido y agarró a su presa sin preámbulos. Se echó un poco atrás y sin soltarla dijo:
-¡Que grande y duro, abuelito!
Y yo, que le iba a contestar, si no sabía si se estaba riendo de mí, o verdaderamente le perecía grande y duro. Recordé la frase de Gassman en “Il sorpaso”:-Modestamente…- Pero no la dije, por no quedar en ridículo.
Lo acarició con delicadeza, tomándose su tiempo, jugueteó con él como si fuese su osito de peluche preferido, sin omitir los besos, y poco antes que el muñeco reventara, se sentó encima y lo fue empujando milímetro a milímetro hasta el fondo del abismo, donde sobran las palabras.
Si el comienzo fue espectacular, al resto fue glorioso. Ornella cabalgaba sobre mi pelvis cual guerrero furioso, gritando y maldiciendo, revoleando los brazos como si sujetaran riendas invisibles que cada tanto me abofeteaban.
Los pechos no los veía, pero los tenía bien sujetos por debajo de la sotana. El intenso trajinar corrió la capucha a un costado, descubriendo su carita cansada, cubierta de sudor. Mi imaginación volaba, y mi calentura no le iba en zaga. No tenía mucho tiempo antes que el goce final dejara la noche en el pasado. Y en ese ínfimo lapso debía elegir entre la ternura de poseer a la chicuela de la carita cansada, o a la monja que me montaba con furia.
Arnaldo Zarza.
Continuará.