lunes, 5 de julio de 2010

Luna de miel



Dijo que nos gustaría la ciudad. Me habló del cielo diáfano y el aire puro que daba ganas  respirar. De sus casas coloniales y calles adoquinadas. Su gente amable, tranquila…
-Que bueno.
-Mirá que acá siempre es primavera, no traigas ropa…-Lo interrumpí.
-Si Canta.-Le dije a mi amigo Cantarelli, que vivía allí hacía unos años.-Vamos.
Pero antes debía casarme y presentar a Alicia a mi familia.
         El centro de Asunción no había cambiado mucho desde que era niño, aun me orientaba en él perfectamente. Los detalles del pasado empezaban a tomar forma amalgamándose con el presente, los lapachos en flor se materializaban en calles y plazas salpicando de amarillo y rosa la ciudad, desparramando el aroma de sus flores.
                                                   
 Caminamos... La bahía de Asunción, especie de lago azul extraída del caudaloso río paraguay, componía el fondo, cubierto de veleros multicolores, del palacio de los López, sede del poder ejecutivo, un poco más allá la pequeña estación del ferrocarril, que dicen, es el más antiguo de América.
Al rato nos zambullimos en la sombra del pórtico del panteón de los héroes para darnos un respiro. Los guardias de honor que custodiaban la entrada parecían figuras talladas en roca, ni parpadeaban, pero, al acercarnos, comprobamos que eran humanos, traspiraban.  El mausoleo, de gran parecido al templo erigido en honor a Julio César, guarda los restos de los próceres de la independencia. Cargamos los pulmones y salimos. El ardiente sol del mediodía  despedía un vapor denso y penetrante que nos pegó como una cachetada, Alicia, que debería ser la más afectada, estaba fresca como una lechuga.        




La calle Palma, que los sábados se hace peatonal, seguía vistiendo sus mejores galas para recibir a los que van de compras, o simplemente de paseo como cita obligada semanal, ofreciendo su multitud de negocios de todo tipo y color, para tentar al turista y a los propios con artículos importados de remotos confines del planeta, a precios increíbles.  
Mientras Alicia regateaba alguna prenda de ñandutí en la recova, frente al puerto, vigilada de cerca por mi prima Laura, yo husmeaba los artículos electrónicos de vendedores ambulantes y comercios.
-Camisinha musical.-Me dijo al oído, enseñándome casi a escondidas un paquetito azul que apenas asomaba de sus regordetas manos, un muchachón de camisa guayabera caqui, que portaba una bandeja llena de chucherías apoyada en su prominente panza, y sujeta al cuello por tiradores, al estilo de las conejitas de Play Boy.
-¿Que es?-Se acercó más, y con sonrisa cómplice, me esparció su aliento en la cara.
-Cuando lo haga va a escuchar música, es Brasilero. (Casi inaudible) Me guiñó el ojo.
Y le compré, ¿total?
Parece que la Ali había caído bien a la Fámily”,  nos hicieron una fiesta de despedida donde mis primos rieron de mi adquisición. 
El vuelo de Braniff enfilaba sereno su camino a  Bolivia. Solo se veían estrellas, abajo, nada, todo negro, como si la tierra no existiera.
Cantarelli nos esperaba en Cochabamba, fuimos, y nos gustó, como lo había previsto, pero antes, no quisimos perder la oportunidad de conocer La Paz, que nos quedaba de paso, y allí íbamos. 
Atrás había quedado el lago de Ypacarai, y el paquete balneario de San Bernardino, donde paseamos en bote. Y Areguá, el pueblo de artesanos de la cerámica y madera, con sus casas coloniales de amplias galerías sostenidas por columnas vigorosas que dan a la calle que desemboca al lago, donde sus dueños, a la nochecita, se sientan en sus perezosas a tomar prestado el fresco que pudiera pasar.
Y en el recuerdo de los placeres gastronómicos, el “Lido Bar” de la calle Palma, donde comimos “Villaroa de pollo”- Milanesa rebosada en salsa blanca y pan rallado-. Y la chipa, el dulce de mamón, la sopa Paraguaya…Mmm.
El rumor sordo de los motores taladraba mis taponados oídos, recordándome que estaba sentado en una butaca a 12000 metros del suelo, y que no me gustaba volar. Era un sentimiento recurrente, avión, miedo, vértigo, ganas de viajar, y finalmente, triunfaba este último. Canta me había dicho:
-Es lo más seguro, mucho más que los autos.
-Si.-Contestaba yo sin prestarle atención, mientras venía a mi mente la adrenalina que corrió por mis venas cuando las alas del Lloyd parecieron próximas a tocar con sus puntas los cerros que circundan la ciudad, al aproximarnos al aeropuerto de Cochabamba.
-Es lo normal, solo te parece que está cerca.
-Si, claro.
Alicia dormía lo más pancha.
¡Camisinha musical! Puaj. Sonreí, que gordo sinvergüenza. Sufría más mi orgullo por caer en el engaño que los míseros guaraníes que me costó la promesa de sexo con música.
Los asientos del aparatejo estaban tan juntos que mis rodillas las tenía en los pulmones del tipo de adelante, que seguramente no lo notó por las diez botellitas de a un dólar que se hizo traer y desaparecer en menos de una hora.
-Mirá.-Me dijo Alicia.Estamos llegando a La Paz…
Asomé el cogote al óvalo transparente que me separaba del mundo real. Las luces que colgaban de la nada como guirnaldas multicolores dejaban entrever la cáscara pardusca de la gran olla, donde, seguramente, detrás de cada brillo, habría una o más almas, que a lo mejor, también nos miraban. Estábamos llegando, un segundo después, y casi perpendicular al plano de vuelo, allá abajo, dentro de un paño verde brillantemente iluminado, diminutas figuras se movían, seguramente, detrás de una pelota.
Solo estuvimos tres días, el resto lo pasamos en casa de Cantarelli, en Cochabamba, donde sus amigos nos invitaron a comer magníficos asados a las cinco de la tarde, que según Canta, era costumbre en el país.
Al descender del avión noté que algo raro me pasaba, y claro, me costaba respirar, estábamos a cinco mil y pico de metros por encima de mis acendradas costumbres. Alicia: como si nada. ¡ Vaya sexo débil! 
Abajo, en la ciudad, me repuse. Y llovió, llovió cada uno de los tres días que estuvimos, torrencial, y no más de una hora, un chaparrón imprevisto que nos agarraba siempre en el lugar inadecuado. Tal es así que corriendo de uno de esos aguaceros nos metimos al cine a ver “Rocky”, y cuando salimos hacía un tiempo espléndido.
-En esta época llueve un poquito todos los días.-Comentó el conserje del hotel 
El paisaje del descenso por  la autopista que bordea el gran boquete solo lo pude disfrutar la tarde que  volvimos para Buenos Aires. La misma tarde que me aplastó como a una cucaracha la altura del aeropuerto. 
-Tomá este té, que se te pasa enseguida.- Me dijo con seguridad Canta, que se había venido con nosotros de Cochabamba para hacer unos tramites.-Tomé.
-Correte un poco a la derecha.- Le dije a Ali, para componer con la Chola sentada en la vereda de la “plaza Murillo”, al costado de sus enormes zapallos amarillentos del improvisado puesto de venta, y en el fondo, la gran catedral de dos torres y tres cúpulas negras, que, como pupilas parecían vigilar la ancha avenida principal. Clic… Después de curiosear un poco por esta, que parecía ser la única zona relativamente plana de la ciudad, nos sumergimos por unas callejuelas trasversales de empinadas bajadas y subidas que parecían chupadas de la arteria principal, atestadas de negocitos, donde en algunos, sobre la vereda, exhibían pequeños féretros blancos, otros, guanacos, o algo así, aparentemente disecados, o embalsamados.
-La ciudad está construida en las laderas del cañón de un río.-Dijo Canta.-Les convendría recorrerla en taxi.
A medida que nos desplazábamos las edificaciones emergían de los peñascos sin solución de continuidad. Más arriba, las casitas parecían resbalar por las laderas montañosas como gotas de miel.
Llegamos a la cumbre de un cerro donde estacionó el auto para sacarnos unas fotos.
-Este es el Illymani.-Supe después que nos dijo el chofer guía, a quién le hacía repetir constantemente sus palabras debido a que mis oídos no se ajustaban a su castellano sibilante.
En frente, en el otro extremo de la ciudad, la cadena montañosa que la rodea dibujaba en su parte superior una línea parecida a un escote femenino, y detrás, emergiendo como un enorme cucurucho de chantillí, se alzaba el Illimani, frío y apetecible pico nevado de algo más de seis mil de metros, orgullo de la ciudad, que luego constaté, también se veía del hotel. Nos volvimos.
Al poco rato el auto se detuvo, miramos por las ventanillas, el hotel no estaba a la vista. Nuestro chofer guía nos decía algo que no entendí pero que me daba mala espina.
-Que bajemos. Dijo que bajemos.-Tradujo Alicia sin ninguna sutileza.
Tratar de convencerlo fue inútil.
-Y, si, a las doce paran para comer estén donde estén.-Nos dijo Canta, con esa sonrisita tan suya.- ¿Los dejó lejos?
El te milagroso no me hizo efecto, arrastrándome abordé el avión tras cinco horas de espera.
Aunque no lo crean la había pasado de maravillas. Atrás quedaron los recuerdos de las valijas extraviadas en Cochabamba, y la señora con sombrero de hongo y pollera abultada que sonreía socarrona al detectar mi miedo en el vuelo del Lloyd que compartimos sobre la cordillera.
Gracias Canta, la pasamos muy bien.
                                                              
 Arnaldo Zarza