¿Quién no ha tenido miedo alguna vez?
No me refiero al miedo a los humanos, sino a lo esotérico, lo sobrenatural, al miedo que llevamos dentro sin que haya una razón valedera para ello. Al miedo que tenemos instalado en lo más profundo de nuestro ser, ese compañero que nos sigue silencioso donde quiera que vayamos, y contra quién luchamos día a día sabiendo que jamás lo venceremos.
Ese personaje de nuestra creación que detestamos. El socio invisible que nos paraliza en medio de la noche, cuando estás sola o solo, en las tinieblas de tu cuarto, en una callejuela mal iluminada, en un templo abandonado o en una cabaña en medio del bosque, o, ¿por qué no? cruzando el camposanto bajo una feroz tormenta, en medio de estruendos que sacuden tu cuerpo agotado de correr, caer y arrastrarse por el fango, guiándote por los fogonazos que cada tanto iluminan fugazmente las lápidas de la oscura noche para llenarte de terror. A mí me ha pasado; ¿Por qué no te puede ocurrir lo mismo? Después de todo, ¿quién puede decir que conoce los caminos del destino?
Los que tenemos miedo sabemos de los murmullos y movimientos extraños en el silencio de la madrugada; del crujir de una puerta quieta, o de la sombra que pareció pasar al fondo del pasillo, allá, cerca del baño. En ocasiones como esta ¿no sentiste que alguien te llama, o que toca delicadamente tu hombro? Si es así, es ahí, en ese instante cuando la casa cobra vida generando los pequeños sucesos que nos erizan la piel.
El miedo es horrible y contagioso, aunque hay algunas personas afortunadas que son inmunes a estos avatares, o por lo menos, lo disimulan perfectamente.
Sin embargo, hay individuos a quienes les gusta sentir el vértigo del miedo metido en la piel, sentir cómo la adrenalina se sacude en el interior de su ser para transportarlos a una dimensión lindante con el placer.
Tengo en mi memoria, y quisiera compartir con ustedes, algunas historias reales de acontecimientos inexplicables que me han dado miedo a mí, a otros, y tal vez a toda una generación. Se trata de sucesos misteriosos que han ocurrido y ocurren constantemente, historias que tal vez mañana, o esta misma noche nos toque vivir.
Los que disfrutan el vértigo del miedo solo deben esperar que lleguen las tinieblas de la madrugada, estar solo o sola, dejar entrar a nuestro compañero invisible y leer con él las pequeñas historias que guardo para ustedes.
Si no estás en esta categoría, es probable que no debas leer las historias que vamos a publicar. Aunque… ¿Por qué no?
Manos a la obra pues…
La mansión Satánica
Se estaba ocultando el sol y sus últimos rayos dorados lamían el follaje de los árboles del parque. Las sombras largas y las luces tenues se proyectaban en el frente de la vieja casona de San Isidro dándole un aspecto siniestro. Donde solo faltaba música adecuada para que la escena de miedo quedara completa.
Verónica y su hermano menor estaban tan acostumbrados al entorno de su casa que nunca se les hubiera ocurrido pensar en las supercherías que creían los caseros.
Julián, el menor de ellos, jugaba con tres amigos en la parte mullida del césped, a unos veinte metros del garaje. Los chicos se revolcaban tratando de interceptar pases hechos con una pelota de rugby. Julián tenía unos nueve años, y sus compañeros otros tantos.
Verónica, de diecinueve, que había estado charlado con unas amigas en el porche de la casa, se metió dentro apenas se retiraron las chicas.
Juana, el ama de llaves, o algo así, y esposa del casero, jardinero, chofer, y él arregla todo de los Ferguson, se estaba por retirar a su casa, ubicada en el extremo sur de la media manzana ocupada por la propiedad. Juana los había visto nacer, y se ocupaba de ellos cada vez que sus padres se ausentaban de la ciudad. Esa tarde les había preparado unas tartas, y la heladera estaba bien provista de todo tipo de caprichos dulces y salados pedidos por los jóvenes, que de alguna manera intentaban compensar la ausencia de sus papás. Así es que se podía retirar tranquila a descansar después de un día de mucho trajín, sabiendo que todo estaba bajo control. Oscurecía rápidamente, y no le gustaba en absoluto tener que caminar de noche por el caminito mal iluminado que conducía a su casa, donde los grandes árboles de ramas largas y hojas perennes no dejaban ver más que unos pocos metros por delante.
Los Leguizamón eran oriundos de Misiones, gente buena y sencilla. No temían a ladrones o merodeadores, pero tenían profundo respeto a las sombras de la noche. De los primeros se cuidaban con una escopeta de caño recortado y un revólver Smith & Wesson de calibre 44, más conocido como mágnum, amén de los sofisticados sistemas de vigilancia electrónicos y custodios humanos fuera de la muralla circundante. De lo segundo, la noche y sus misterios, se defendían con ritos y oraciones esotéricas que no trascendían al ámbito de sus empleadores. Nunca les gustó la residencia de los Ferguson, pero veinte años atrás, recién llegados de “El Dorado”, con una mano atrás y otra adelante, como decía el dicho popular, fue como tocar el cielo con las manos. Trabajo para ambos y vivienda, que más se podían pedir. El tema de la casa los preocupaba, pero gracias a dios, decían, tenían los medios para luchar contra el mal.
Y fue lo que hicieron secretamente durante los largos años de servicio en la mansión satánica, como llamaban al casco principal de la casa.
Arnaldo Zarza
Esta historia continuará.
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Las publicaremos en el Blog.
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