Solo para mayores
Doce capítulos Parte IV
El encuentro programado me había puesto particularmente sensible.
En la tarde de octubre bañada por el sol cálido y sin nubes, la suave brisa primaveral rociaba las calles de aromas florales y garrapiñadas.
Mientras las golondrinas retozaban en la bóveda azul, la gente caminaba sin prisa por “Rivadavia”, mirando vidrieras, paseando, o volviendo a sus casas del trabajo. Los niños correteaban con sus cucuruchos de helados y los pájaros de los árboles cercanos trinaban alegres saltando de rama en rama. En ese ambiente bucólico, los colores me parecían más brillantes que de costumbre, y la gente, buena. Juro que no había consumido nada.
Dicen que la realidad se ve según el cristal con que se mire, el mío era el del amor.
La vida era bella, ese 28 de octubre.
Nos habíamos citado en la puerta de la confitería a las cinco de la tarde, el convite fue para enseñarle uno de los sitos típicos de la ciudad. En principio me había ofrecido para buscarla por su casa, pero no quiso, no hubo caso, se tomaría el subte.
-“Quiero aprender a manejarme sola en la ciudad”- Me dijo. También me comentó que un amigo le prestaba el departamento.
Eran las cuatro y media, y ya hacía como diez minutos que caminaba por el frente de la confitería. Pensé en entrar y tomar un café para hacer tiempo, pero deseché la idea. -No sea que venga antes y no me encuentre-. Me acerqué a un kiosco de revistas y me apoyé sobre el bastón mientras hacía que miraba alguna cosa. Me dolía un poco la rodilla derecha, un problema en la rótula, que seguramente terminaría en manos del cirujano. Fue esa tarde, cuando llegó con media hora de atraso y ninguna disculpa, cuando me dijo que con el bastón parecía un abuelito. Se rió pícara, y me dio un beso en cada mejilla, como según ella lo hacían en Italia, o España, no recuerdo donde. A partir de allí siempre me dijo “abuelo” o “abuelito”, omitiendo mi nombre de pila.
Estaba más linda que días atrás, cuando la conocí. Esta vez tenía puesto una remera roja para el infarto, el escote no era muy grande, pero no hacía falta más, los pechos se dibujaban en la tela ajustada sin dejar margen a la imaginación, los pezones resaltaban favorecidos por el color y textura de la tela. Desgraciadamente traía pantalones, y no le pude ver las piernas.
Nos sentamos al lado de la vidriera que da a la calle, como ella quería.
La conversación fue amable y diplomática, como si los sucesos del viaje de la fábrica a Buenos aires no hubieran existido. Por más que le mirara las tetas descaradamente, mi autoestima fue decayendo a medida que pasaban los minutos, los sándwiches, masitas, y tés.
Ella sonreía y no se daba por aludida, me contaba cosas de su facultad, me preguntaba sobre Buenos Aires, y trivialidades por el estilo. ¿Jugaba conmigo, yo era un tonto, o simplemente ella era así? Aun hoy no lo sé.
Ya casi al finalizar la velada, después de pedir la cuenta, siento que un pie desnudo se mete por la botamanga del pantalón y me acaricia la pierna.
-Gracias Abuelito.-Me dice, tomándome las manos con sonrisa angelical.
Esa mujer me sorprendía, y lograba que de la nada tuviera una erección.
No quise salir de inmediato, pero ella ya se había incorporado, así es que, exagerando un poco mi cojera, salí algo encorvado y humillado del salón.
Viajamos en subte, como era su deseo. Creo que la presencia de dos sacerdotes en el coche dio lugar a su pregunta.
-¿Crees en dios abuelito?
-Soy agnóstico.
-Lo suponía.
-¿Por qué?
-Escuché por ahí que eres masón.
-Haa. ¿Y vos?
-No siempre, a veces.
-¿Cómo es eso?
-Cuando tengo miedo.
-No es mala idea.-Dije riendo.- Es una manera de protegerte.
-De joven…-Me miró, quedó sin terminar la frase.
-Sos joven.
-De más joven, quise ser monja, hice el noviciado en un convento. Pero no tomé los votos.
-¿Qué pasó, perdiste la fe?
-Ya pasó mucho tiempo.
El subte se detuvo en la estación Perú, la escalera mecánica hasta la acera de Avenida de mayo fue un alivio para mi maltrecha rodilla.
Chacabuco 120, segundo piso D. Timbre; y abre la puerta un morocho de no más de treinta, delgado, apenas más alto que ella, ojos negros, cabello enrulado, corto, rostro enjuto. Parecía un bailaor de flamenco, tenía las uñas largas, y el don de molestarme su presencia.
-Juanito, él es Fabián.-
-Vaya que es buen mozo el abuelo.-Dijo el galleguete sonriendo con sorna, antes de zamparle un beso, que no estoy seguro si fue en la boca, o por ahí cerca.
No me invitaron a pasar.
-Gracias abuelito, fue una tarde fantástica.-Me dijo bajito, adelantándose un paso hacia mí.-Te agradezco de corazón.-Tomó mi mano derecha y la posó en su seno izquierdo, cálido y mullido.
El contacto fue breve, letal. Mi cuerpo en cortocircuito temblaba, y en mi delirio, experimenté algo muy parecido a la felicidad. Torpemente quise retener su mano, que se escurrió de entre las mías con la facilidad de lo inalcanzable. Busqué en mi memoria las palabras que debía decir, pero no estaban, se habrían traspapelados por el desorden interno, pues sé que en alguna ocasión las había usado. El tiempo me jugaba en contra. Ella sonrió con malicia al cerrar la puerta
-No juegues conmigo.-Le dije a la puerta de roble que se ubicó frente a mis narices.
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