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El moco, siempre presente, es el motivo de este recordatorio.
Moco: sustancia pegajosa que quién más quien menos tuvo o tiene en su haber. Secreción que no respeta sexo, edad ni condición social. Exudación molesta e impertinente que se da cita en la nariz infortunada sin aviso ni recato.
El moco, como todo disgusto endémico, tiene su recetario de cómo desprenderse de él, y cada individuo, a lo largo de su vida, elabora el método adecuado para su expulsión.
Si se trata de moco fluido, el pañuelo es una opción civilizada...
Aunque hay tipos que lanzan el contenido de sus narizotas ayudados por los dedos índice y pulgar, para luego desprenderse de los restos gelatinosos con rápido frote en los pantalones, o a veces, si la nariz queda algo chancha, una caricia en la tela del pulóver que cubre el antebrazo le soluciona el problema.
También existen los individuos que aspiran fuerte y se lo comen. Sí, ya sé que es un asquete, pero es así, observa y verás que es cierto.
Ahora, si los mocos endurecieron en el recinto olfatorio y nos molestan como la gran siete, ese es otro problema, que por supuesto, demanda otras soluciones.
Para estos menesteres, hay personas disimuladas, que nuca lo harían en reuniones sociales, misas o velatorios, ellas sacan lo que hay que sacar en la intimidad de su baño, el de la oficina, o el auto.
Otras, abiertamente se hurgan la nariz así estén al lado del Papa, el ginecólogo, o proctólogo, hasta encontrar el pedacito buscado donde fuere que esté, sin recato ni escrúpulo… Y en muchos casos, hasta parecen gozar de la faena.
Y por último tenemos a los más cerditos, los que lo pegan bajo el pupitre, la mesa familiar, o, simplemente haciendo un bodoque lo disparan hacia cualquier sitio, que puede ser el sofá de enfrente, la heladera, el vidrio de la ventana, o por qué no, el plato de sopa del abuelo.
Y si don Francisco de Quevedo dijo “En la nariz se le columpia un moco”, yo agrego que hay tipos que “En la nariz se le columpia un moco” y ni se mosquean.
Arnaldo Zarza, no el que está arriba.
Próximamente: Homenaje a "La guerra gaucha"
El film de Lucas Demare.
En estos días: capítulo XI de "La mansión satánica"
La mansión Satánica
Capítulo X
Viernes 13, hora, 19, 55… Hospicio “San Valentín”, San isidro.
Llovía torrencialmente, como en toda la ciudad. Los internos cenaban. Los enfermeros remoloneaban jugando a las cartas, al dominó, o mirando por las ventanas, cruzadas de gordos barrotes metálicos, como el mundo se venía abajo.
Los pabellones donde albergaban a los peligrosos no tenían horarios específicos para las comidas. Un pasillo estrecho y largo, alejado del casco principal del hospital, conducía a las mazmorras donde pasaban sus días los irrecuperables. Algunos atados a los camastros, otros, sueltos en los calabozos de 2 por 3 metros, desprovisto de mobiliarios.
La habitación 33, como pomposamente llamaban al cubículo de paredes descascaradas y piso de cemento, albergaba al coloso rubio, quién sentado sobre el colchón de estopa asentado sobre el húmedo suelo, miraba fijamente la nada.
Jeremías tenía treinta años y estaba totalmente loco, aunque no parecía. Fue este el detalle que le permitió por mucho tiempo permanecer libre. Era un sujeto que podía engañar fácilmente a quién no lo conociera, pues su voz dulce y trato amable, cuando no estaba en crisis, hacían que la gente le tuviera afecto, como si fuera un niño desprotegido.
Pero Jeremías tenía la manía de matar, porque sí, sin motivo alguno, le gustaba matar.
Aunque los arranques de furia no eran constantes en él, sucedía cada tanto, sin motivos aparentes, y no duraban más de cuatro o cinco horas, las suficientes como para dejar un tendal de víctimas desparramadas por doquier. Debido a esa conducta ciclotímica, los médicos de la institución tardaron en darse cuenta que el interno 1234 era una bomba de tiempo en potencia. Pero por suerte ya estaba todo solucionado, había que aislarlo, medicarlo y ya no causaría problemas.
Hacía pocos días lo habían trasladado de la unidad de cuidados intensivos, donde estuvo sometido a todo tipo de inyectables, baldes de agua fría, electroshocks, patadas, trompadas y otras delicias de la medicina moderna.
Por supuesto, los médicos no presenciaron cuando los muchachos se tomaron venganza por los compañeros descuartizados a manos del gigante de mirada angelical.
Matilde, la enfermera jefe de la noche, era una mujer de carácter fuerte e inmune al miedo. De unos cuarenta años, delgada, musculosa, no mal parecida. Fue ella quién dominó a Jeremías luego que este le cortara el pescuezo de un navajazo al guardia con quién jugaba al “royal ludo”.
Los compañeros del infortunado fueron incapaces de acercarse al rubio, que en estado salvaje revoleaba el cortante.
Matilde, esperó paciente un descuido, y cuando se produjo, saltó sobre él como un felino inyectándole una dosis de tranquilizante capaz de dormir a un elefante.
Meses después, cuando decapitó con un machete al cocinero, solo tuvo que hablar con él para que le entregara el arma y llevarlo dócilmente a su nuevo encierro, donde, como dije antes, los compañeros de los difuntos aprovecharon para vengarse de él.
Matilde, que no participó de esos actos, aunque los miraba por la rejilla de la puerta, sin embargo, lavaba sus heridas y le llevaba comida, de la buena. ¿Qué extraña relación había nacido entre la enfermera jefa y Jeremías?, nadie lo sabía, ¿cómo lograba dominarlo?, tampoco se sabía, y ella no daba explicaciones.
Lo que tampoco nadie sabía de Matilde; es que pertenecía a una secta de servidores de Satanás.
La puerta de la habitación 33 chirrió al abrirse en un breve descanso de truenos y relámpagos. Jeremías siguió mirando el ventanuco enrejado que daba al patio. La tenue luz de la lamparita colgada en el techo proyectó la sombra de la enfermera jefe sobre el gigante. Éste giró la cabeza en dirección a la de ella, que poniéndose en cuclillas, quedó a su altura.
Se miraron por un rato, luego ella habló, y mientras lo hacía le acarició el rostro. Los ojos celestes del joven parecían llenos de amor.
Matilde desenroscó la tapa de un pequeño frasco, metió dos dedos en él, y con ese ungüento pintó dos circulitos a cada lado de la frente de su protegido.
La luz blanquecina del rayo se metió por la pequeña abertura de la pared proyectando los barrotes en forma de cruz sobre la celda. El rostro de Matilde sufrió un cambio abrupto, fue breve, no duró mucho, sus hermosos rasgos trocaron a los de una vieja horrible. Él no cambió de expresión, la seguía mirando arrobado. Cuando el trueno llegó, ya había pasado todo, ella era la misma de siempre, le dio un beso en cada mejilla, le entregó una vaina larga de cuero y se retiró dejando abierta la puerta.
Jeremías no tuvo problemas para salir al exterior, al gran parque arbolado donde en los días propicios retozaban los internos a la luz solar.
Alberto, un compañero de infortunio, con quién había jugado al dominó en más de una oportunidad, lo vio venir hacia el murallón donde estaba embebiéndose del temporal.
Alberto dejó de hablar con el ser imaginario y con sonrisa de oreja a oreja caminó hacia quién creía su amigo.
El machete que surgió de la cintura de Jeremías y se elevó al cielo brilló con el destello de un rayo lejano. Alberto siguió sonriendo después que su cabeza se separara del troco. El machetazo fue milimétrico, el corte, perfecto. La cabeza botó dos o tres veces en la grava para luego rodar por una colinilla hasta un gran charco. Alberto seguía sonriendo.
Jeremías limpió el machete en el pasto mojado, lo envainó, y antes de trepar al árbol por cuyas ramas se deslizaría a la calle contigua, dijo:
-Chau.
Una “trafic” lo esperaba abajo.
La propiedad de los Ferguson estaba amurallada, y en la parte superior, electrificada.
La trafic estacionó muy lejos del portón de entrada, en un paraje donde ni vecinos había. De su interior salieron tres personas, una de ellas subió por la escalera que levantaron en el techo del vehículo hasta alcanzar los postes de energía eléctrica zonal.
Con una pinza, el tipo de manos enguantadas cortó como si fuera manteca el grueso cable de la red domiciliaria. Se hizo la oscuridad, solo interrumpida por los rayos que de tanto en tanto daban una imagen siniestra a la propiedad.
El hombre que cortó los cables bajó e inmediatamente orientaron la escalera para apoyarla en el muro.
Jeremías subió, pero antes, la jefa de enfermeras del hospicio le puso una cadenita al cuello, de la cual colgaba una medalla con el grabado de la cifra 666, o 999, según como se la mire. Inmediatamente después le entregó un paquete que se lo puso en el bolsillo del piloto de goma amarillo que tenía puesto y le dio un beso de despedida en la mejilla.
El coloso rubio se descolgó de la soga para pisar la propiedad de los Ferguson y caminó derecho hacia su primer objetivo.
Arnaldo Zarza
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