Capítuo IX
La mansión quedó por unos segundos a oscuras hasta que el generador arrancó.
Benicio Liang Li había insistido en caminar enfundado en su piloto amarillo los casi cien metros que separaban la casa del portón de entrada. Los guardias se habían ofrecido a llevarlo en el coche eléctrico que usaban para esos menesteres, pero el chico, amigo de Julián, no quiso saber nada, se metió en medio de la lluvia rumbo al edificio principal, que por momentos destellaba a consecuencia de los intermitentes resplandores temporales.
Sus padres, inmigrantes Chinos propietarios de un supermercado, lo dejaron en manos de la custodia de los Ferguson y siguieron camino rumbo al shoping de la zona.
Benicio caminó por la senda que lo llevaría a destino. Los árboles que escoltaban el camino apenas dejaban ver, a lo lejos, la majestuosa fachada del hogar de su amigo.
Entre las hojas y ramas azotadas por el viento, se filtraban movedizas las luces que escapaban por las ventanas de los cuartos superiores.
De pronto, una potente descarga pareció congelar cualquier indicio de vida. El universo cercano al joven amigo de Julián se paralizó teñido de un blanco sepulcral. Las ramas quietas y el extraño silencio que precedió al estruendo helaron la sangre del pequeño oriental.
Instintivamente se había detenido, como se detuvo todo a su alrededor.
Las cegadas retinas de Benicio pretendieron ver qué había más allá de sus narices, y solo distinguió la nada. Entonces, Intentó vanamente limpiar sus gafas con los dedos.
Un poco después, cuando su cerebro le comentó sobre el instinto de conservación… tuvo miedo.
La pátina blancuzca que velaba su visión fue cediendo, y el parque con aullido salvaje volvió soportar el castigo del viento. De pronto una rama abrió su horizonte con un brusco abanico. Allí estaba la casa, no muy cerca, y no tan lejos como para desesperar. Solo tenía que mover las patas. Dio el primer paso en la dirección salvadora y vio como las luces de la residencia titilaron, no mucho, tal vez cuatro o cinco veces, hasta sumir su entorno en la más negra oscuridad. Fue como si mansión y relámpagos hubiesen hecho un pacto de tenebroso.
Ciento veinte pulsaciones por minuto… su corazón volaba. El ruido seco del gajo al partirse recién lo escuchó cuando las hojas lamieron su anatomía antes de estrellarse junto a él. Trastabilló pero no cayó. Maldijo en yuè* la hora de no haber aceptado que lo llevaran en el autito eléctrico.
Desorientado trotó sin rumbo, sin saber dónde ir. El pasto, mojado y resbaladizo dificultaba la huida, y tampoco ayudaba la oscuridad reinante. Y ahora sí cayó, tropezó con vaya a saber qué cosa y se desplomó cuan largo era sobre el charco. Chapoteó un poco en él manoteando el barro. Buscaba desesperadamente sus lentes; si con ellas no tenía una visión extraordinaria, sin ellas su mundo no tenía sentido.
Finalmente las encontró y se las calzó apresuradamente. Se arrodilló dispuesto a levantarse y correr y correr hasta llegar a la casa. Inclinó el hombro derecho para apoyar la mano en el suelo, y así conseguir el impulso necesario para salir volando de ese lugar. Sus dedos se toparon con algo a mitad de camino, una bola de superficie suave, acolchada pero firme, no estaba totalmente fría, y no tenía idea de lo que pudiera ser. La curiosidad de Li pudo más que la prisa por escapar de la tormenta. Levantó el pesado objeto asiendo dos salientes blandas que encontró a ambos lados de la cosa. No se veía nada, lo estuvo a punto de tirar y seguir su camino cuando el relámpago inoportuno le mostró a un palmo de sus ojos la cabeza seccionada del doberman. Los ojos rojizos del perro lo miraban del más allá. De donde había estado el cuello colgaban parte de las tripas ensangrentadas que se agitaban con el viento. Benicio tenía agarrada la cabeza de las dos orejas.
-Haaaaaaa… Haaaaaaa…- Los gritos se perdieron tragados por la furia de la noche.
Dos ojos rojizos que resaltaban en la oscuridad como luces de neón se materializaron detrás del joven Benicio Liang Li.
Cuando los ojos rasgaron la oscuridad describiendo la curva con destino al amigo de Julián, Li vomitaba sin atinar a desprenderse de la cabeza del perro guardián de los Ferguson.
En abrazo mortal, los tres, Benicio, cabeza y atacante rodaron por el duro suelo. Los colmillos largos, blancos, afilados, se hincaron una y otra vez en el cuello de del joven Chino. La sangre brotó como una pequeña catarata, Liang, por esas cosas raras de la conducta humana, solo atinó a agarrar fuertemente la cabeza del guardián muerto.
*-Idioma o dialecto cantonés, también llamado yuè.-
Arnaldo Zarza
Continuará
Domingo 19 de septiembre segunda parte de "CASABLANCA" -Reseña-
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