Mostrando entradas con la etiqueta Satanás. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Satanás. Mostrar todas las entradas

miércoles, 10 de noviembre de 2010

            La mansión satánica
             Capítulo XIII
Poco después de las 20 PM  llegó Manu, subió al transporte eléctrico que lo trasladó a la entrada de la casa, donde lo esperaba Verónica. 
Minutos después bajó de su “escarabajo” plateado Mónica, la única visitante autorizada por los padres de Verónica y Julián a entrar con el auto en ausencia de ellos a la propiedad.
Para la 20,30 ya estaban todos los invitados distribuidos dentro de la casa, salvo Benicio Liang Li, quién raro en él, aún no había llegado.
Julián, riendo, tomando Pepsi  y comiendo papas fritas les contaba a Ernesto y Rafael el extraño sueño que había tenido. Rafael, un chico flaco, alto, rubio, de abundante pelo lacio peinado a dos aguas y dientes de conejo, festejó con una risotada seguido de un eructo la descripción de cómo había caído al vacío en el sueño de su amigo. Sorbió un largo trago de la lata y dijo:


-Boludo, hoy va a ser la noche de los muertos vivos, resucité, soy inmortal, y vos también, Erny… JA, ja, ja…
Sentado frente la enorme pantalla 3D donde verían una película o jugarían con el “Playstation”, Ernesto no parecía tan alegre como su amigo. El joven retacón, de piel blancuzca y mirada huidiza no probó bocado ni tomó un solo trago mientras Julián contaba la historia, su mano jugueteaba con el control remoto del televisor apagado, como si fuera una válvula de escape a su ansiedad.   
-¿Yo también morí?- Dijo con cierto temor e inocencia.
-Boludo, fue solo un sueño, cuando nos caímos te perdí de vista... por ahí te salvaste.
- O por ahí estás bien muerto, cagón.-Dijo Rafael riendo y escupiendo restos de papas fritas y gaseosa. El flaco restregó sus manos grasientas en los cabellos crespos asentados en la generosa cabeza del gordo, moviéndole todo el esqueleto.- ¿No ves que somos dos zombies, dogor?   
-Pará un poco, ¿querés?-Dijo el gordo levantándose del sillón con cara de pocos amigos, y encarando para la puerta… 
-Hey, Ernesto, ¿adonde vas?-Gritó Julián cuando su amigo empezaba a desaparecer metiendose en el pasillo.
-Al baño.
Rafael, el payaso del grupo, corrió y alcanzó al gordo en la penumbra del corredor. Lo abrazó de atrás. 


-Soy un zombi hambriénto, quiero comer carne de chancho... hummm...-Le dijo besuqueándolo en el cuello.
El gordo forcejeó desesperado, tratando de liberarse de los brazos del flaco que lo asfixiaban. 
-Sos un boludo, dejame...
Julián, desde el vano de la puerta miraba divertido  lo que pasaba.
Segundos después, cuando Ernesto pudo desprenderse del flaco, corrió por el pasillo sin rumbo, hasta que finalmente desembocó en el living.
Rafael y Julián siguieron al gordo y lo encontraron mirándose en el espejo roto.
-Se te ve más flaco, dogor.-Dijo Rafael riendo.-Ernesto no contestó, miraba concentrado lo que quedaba del espejo.
Rafael levantó del piso un trozo grande del espejo roto, y siguiendo con su actitud de hacerse el cómico, dijo  mirando el trozo de vidrio.
-¿A ver como se ve un zombi hambriento?-
Todo pasó muy rápido, la sonrisa sobradora desapareció de su boca trocando en un rictus de terror.
Un pequeño alarido salió de su garganta y el espejo se le escurió de las manos haciendose añicos en el piso. 
El gordo pareció volver en sí con el grito de Rafael, mientras Julián se divertía pensando que todo era teatro.
Rafael tenía el rostro blaco como un papel blanco, la mirada extrviada y un pequeño temblor en los labios. Levantó los brazos y se frotó la cara con las manos. Sacudió la cabeza de un lado al otro como tratando de despabilarse. 
Julián dejó de reir y Ernesto miró a Rafael con la boca abierta. El rubio tenía la cara cubierta de sangre.
 
El generador de electricidad empezó a fallar y la luz titiló mortecina.
Afuera, bajo las sombras y brillos de la noche tormentosa, Jeremías, el súbdito de satanás, iniciaba su orgía de sangre.



Arnaldo Zarza.

lunes, 11 de octubre de 2010

Exsilium tu miser animus Zabulus

              La mansión satánica
                        Capítulo XI

Las velas de resplandor rojizo prestaban su escasa luz a los ritos ceremoniales de Ramón y Juana. 
Las delgadas volutas de humo desprendidas por los pabilos incandescentes, mechaban con destellos saltarines la nube grisácea de incienso derramada por los braserillos.
El living se pobló de niebla, invocaciones y súplicas.  
Cuando Juana y Ramón, mojados y magullados, se encontraron en el porche de la casa minutos después de salvar milagrosamente sus vidas, solo atinaron contemplarse, un buen rato, sin pronunciar palabras. Él, con ternura, le acarició el rostro con su mano de dedos callosos, haciendo a un lado el pelo revuelto manchado de sangre. Bastó esa comunión de roces y miradas para expresar lo que no dijeron con palabras. 
Desgraciadamente no había tiempo que perder ni tiempo para los sentimientos, debían poner manos a la obra inmediatamente, y así lo hicieron. No tardaron en prender las velas, ordenar los objetos rituales, quemar el incienso y calzarse los hábitos.   
Vade retro satanás, toocul domun lavelevu, Exsilium tu miser animus Zabulus, fueron las primeras palabras dichas en medio del vendaval, iniciando así  la verdadera batalla.  
La ceremonia fue creciendo en intensidad y también la tormenta, como si tratara de evitar la conjura contra el maligno.


Las ventanas y puertas de la vivienda gemían ante los tremendos embates que intentaban arrancarlas de cuajo, mientras los Leguizamón seguían concentrados en su tarea de cánticos y ruegos.
Absortos en el ritual, bajo la tenue luz de las velas, los caseros de los Ferguson, devenidos en sacerdotes, no notaron el corte de energía eléctrica que afectaba a la propiedad, y tampoco al gigante de botas de goma amarillas que se dirigía a la casa con un machete en la mano.  




Arnaldo Zarza
Próximamente: Homenaje a "La guerra gaucha"
El film de Lucas Demare.

martes, 5 de octubre de 2010

                La mansión Satánica
                      Capítulo X
Viernes 13, hora, 19, 55… Hospicio “San Valentín”, San isidro.
Llovía torrencialmente, como en toda la ciudad. Los internos cenaban. Los enfermeros remoloneaban jugando a las cartas, al dominó, o mirando por las ventanas, cruzadas de gordos barrotes metálicos, como el mundo se venía abajo.
Los pabellones donde albergaban a los peligrosos no tenían horarios específicos para las comidas. Un pasillo estrecho y largo, alejado del casco principal del hospital, conducía a las mazmorras donde pasaban sus días los irrecuperables. Algunos atados a los camastros, otros, sueltos en los calabozos de 2 por 3 metros, desprovisto de mobiliarios.
La habitación 33, como pomposamente llamaban al cubículo de paredes descascaradas y piso de cemento, albergaba al coloso rubio, quién sentado sobre el colchón de estopa asentado sobre el húmedo suelo, miraba fijamente la nada.
Jeremías tenía treinta años y estaba totalmente loco, aunque no parecía. Fue este el detalle que le permitió por mucho tiempo permanecer libre. Era un sujeto que podía engañar fácilmente a quién no lo conociera, pues su voz dulce y trato amable, cuando no estaba en crisis, hacían que la gente le tuviera afecto, como si fuera un niño desprotegido.
Pero Jeremías tenía la manía de matar, porque sí, sin motivo alguno, le gustaba matar.
Aunque los arranques de furia no eran constantes en él, sucedía cada tanto, sin motivos aparentes, y no duraban más de cuatro o cinco horas, las suficientes como para dejar un tendal de víctimas desparramadas por doquier. Debido a esa conducta ciclotímica, los médicos de la institución tardaron en darse cuenta que el interno 1234 era una bomba de tiempo en potencia. Pero por suerte ya estaba todo solucionado, había que aislarlo, medicarlo y ya no causaría problemas.
Hacía pocos días lo habían trasladado de la unidad de cuidados intensivos, donde estuvo sometido a todo tipo de inyectables, baldes de agua fría, electroshocks, patadas, trompadas y otras delicias de la medicina moderna. 
Por supuesto, los médicos no presenciaron cuando los muchachos se tomaron venganza por los compañeros descuartizados a manos del gigante de mirada angelical.
Matilde, la enfermera jefe de la noche, era una mujer de carácter fuerte e inmune al miedo. De unos cuarenta años, delgada, musculosa, no mal parecida. Fue ella quién dominó a Jeremías luego que este le cortara el pescuezo de un navajazo al guardia con quién jugaba al “royal ludo”.
Los compañeros del infortunado fueron incapaces de acercarse al rubio, que en estado salvaje revoleaba el cortante.
Matilde, esperó paciente un descuido, y cuando se produjo, saltó sobre él como un felino inyectándole una dosis de tranquilizante capaz de dormir a un elefante.
Meses después, cuando decapitó con un machete al cocinero, solo tuvo que hablar con él para que le entregara el arma y llevarlo dócilmente a su nuevo encierro, donde, como dije antes, los compañeros de los difuntos aprovecharon para vengarse de él.
Matilde, que no participó de esos actos, aunque los miraba por la rejilla de la puerta, sin embargo, lavaba sus heridas y le llevaba comida, de la buena. ¿Qué extraña relación había nacido entre la enfermera jefa y Jeremías?, nadie lo sabía, ¿cómo lograba dominarlo?, tampoco se sabía, y ella no daba explicaciones.
Lo que tampoco nadie sabía de Matilde; es que pertenecía a una secta de servidores de Satanás.
La puerta de la habitación 33 chirrió al abrirse en un breve descanso de truenos y relámpagos. Jeremías siguió mirando el ventanuco enrejado que daba al patio. La tenue luz de la lamparita colgada en el techo proyectó la sombra de la enfermera jefe sobre el gigante. Éste giró la cabeza en dirección a la de ella, que poniéndose en cuclillas, quedó a su altura.
Se miraron por un rato, luego ella habló, y  mientras lo hacía le acarició el rostro. Los ojos celestes del joven parecían llenos de amor. 
Matilde desenroscó la tapa de un pequeño frasco, metió dos dedos en él, y con ese ungüento pintó dos circulitos a cada lado de la frente de su protegido.
La luz blanquecina del rayo se metió por la pequeña abertura de la pared proyectando los barrotes en forma de cruz sobre la celda. El rostro de Matilde sufrió un cambio abrupto, fue breve, no duró mucho, sus hermosos rasgos trocaron a los de una vieja horrible. Él no cambió de expresión, la seguía mirando arrobado. Cuando el trueno llegó, ya había pasado todo, ella era la misma de siempre, le dio un beso en cada mejilla, le entregó una vaina larga de cuero y se retiró dejando abierta la puerta.
Jeremías no tuvo problemas para salir al exterior, al gran parque arbolado donde en los días propicios retozaban los internos a la luz solar.
Alberto, un compañero de infortunio, con quién había jugado al dominó en más de una oportunidad, lo vio venir hacia el murallón  donde estaba embebiéndose del temporal.
Alberto dejó de hablar con el ser imaginario y con sonrisa de oreja a oreja caminó hacia quién creía su amigo.
El machete que surgió de la cintura de Jeremías y se elevó al cielo brilló con el destello de un rayo lejano. Alberto siguió sonriendo después que su cabeza se separara del troco. El machetazo fue milimétrico, el corte, perfecto. La cabeza botó dos o tres veces en la grava para luego rodar por una colinilla hasta un gran charco. Alberto seguía sonriendo.
Jeremías limpió el machete en el pasto mojado, lo envainó, y antes de trepar al árbol por cuyas ramas se deslizaría a la calle contigua, dijo:
-Chau.
Una “trafic” lo esperaba abajo.
La propiedad de los Ferguson estaba amurallada, y en la parte superior, electrificada.
 La trafic estacionó muy lejos del portón de entrada, en un paraje donde ni vecinos había. De su interior salieron tres personas, una de ellas subió por la escalera que levantaron en el techo del vehículo hasta alcanzar los postes de energía eléctrica zonal.






Con una pinza, el tipo de manos enguantadas cortó como si fuera manteca el grueso cable de la red domiciliaria. Se hizo la oscuridad, solo interrumpida por los rayos que de tanto en tanto daban una imagen siniestra a la propiedad.
El hombre que cortó los cables bajó e inmediatamente orientaron la escalera para apoyarla en el muro. 


Jeremías subió, pero antes, la jefa de enfermeras del hospicio le puso una cadenita al cuello, de la cual colgaba una medalla con el grabado de la cifra 666, o 999, según como se la mire. Inmediatamente después le entregó un paquete que se lo puso en el bolsillo del piloto de goma amarillo que tenía puesto y le dio un beso de despedida en la mejilla.
El coloso rubio se descolgó de la soga para pisar la propiedad de los Ferguson y caminó derecho hacia su primer objetivo.
                                        Arnaldo Zarza
Próximamente: Homenaje a "La guerra gaucha"
El film de Lucas Demare.
En estos días: capítulo XI de "La mansión satánica"

viernes, 17 de septiembre de 2010

 "la mansión satánica"
                Capítuo IX

La mansión quedó por unos segundos a oscuras hasta que el generador arrancó.
Benicio Liang Li había insistido en caminar enfundado en su piloto amarillo los casi cien metros que separaban la casa del portón de entrada. Los guardias se habían ofrecido a llevarlo en el coche eléctrico que usaban para esos menesteres, pero el chico, amigo de Julián, no quiso saber nada, se metió en medio de la lluvia rumbo al edificio principal, que por momentos destellaba a consecuencia de los intermitentes  resplandores temporales.
Sus padres, inmigrantes Chinos propietarios de un supermercado, lo dejaron en manos de la custodia de los Ferguson y siguieron camino rumbo al shoping de la zona.
 Benicio caminó por la senda que lo llevaría a destino. Los árboles que escoltaban el camino apenas dejaban ver, a lo lejos, la majestuosa fachada del hogar de su amigo.
Entre las hojas y ramas azotadas por el viento, se filtraban movedizas las luces que escapaban por las ventanas de los cuartos superiores. 
De pronto, una potente descarga pareció congelar cualquier indicio de vida. El universo cercano al joven amigo de Julián se paralizó teñido de un blanco sepulcral. Las ramas quietas y el extraño silencio que precedió al estruendo helaron la sangre del pequeño oriental.
Instintivamente se había detenido, como se detuvo todo a su alrededor.
Las cegadas retinas de Benicio pretendieron ver qué había más allá de sus narices, y solo distinguió la nada. Entonces, Intentó vanamente limpiar sus gafas con los dedos.
Un poco después, cuando su cerebro le comentó sobre el instinto de conservación… tuvo miedo.
La pátina blancuzca que velaba su visión fue cediendo, y el parque con aullido salvaje volvió soportar el castigo del viento. De pronto una rama abrió su horizonte con un brusco abanico. Allí estaba la casa, no muy cerca, y no tan lejos como para desesperar. Solo tenía que mover las patas. Dio el primer paso en la dirección salvadora y vio como las luces de la residencia  titilaron, no mucho, tal vez cuatro o cinco veces, hasta sumir su entorno en la más negra oscuridad. Fue como si mansión y relámpagos hubiesen hecho un pacto de tenebroso.
Ciento veinte pulsaciones por minuto… su corazón volaba. El ruido seco del gajo al partirse recién lo escuchó cuando las hojas lamieron su anatomía antes de estrellarse junto a él. Trastabilló pero no cayó. Maldijo en yuè* la hora de no haber aceptado que lo llevaran en el autito eléctrico.
Desorientado trotó sin rumbo, sin saber  dónde ir. El pasto, mojado y resbaladizo dificultaba la huida, y tampoco ayudaba la oscuridad reinante. Y ahora sí cayó, tropezó con vaya a saber qué cosa y se desplomó cuan largo era sobre el charco. Chapoteó un poco en él manoteando el barro. Buscaba desesperadamente sus lentes; si con ellas no tenía una visión extraordinaria, sin ellas su mundo no tenía sentido.   
 Finalmente las encontró y se las calzó apresuradamente. Se arrodilló dispuesto a levantarse y correr y correr hasta llegar a la casa. Inclinó el hombro derecho para apoyar la mano en el suelo, y así conseguir el impulso necesario para salir volando de ese lugar. Sus dedos se toparon con algo a mitad de camino, una bola de superficie suave, acolchada pero firme, no estaba totalmente fría, y no tenía idea de lo que pudiera ser. La curiosidad de Li pudo más que la prisa por escapar de la tormenta. Levantó el pesado objeto asiendo dos salientes blandas que encontró a ambos lados de la cosa. No se veía nada, lo estuvo a punto de tirar y seguir su camino cuando el relámpago inoportuno le mostró a un palmo de sus ojos la cabeza seccionada del doberman. Los ojos rojizos del perro lo miraban del más allá. De donde había estado el cuello colgaban parte de las tripas ensangrentadas que se agitaban con el viento. Benicio tenía agarrada la cabeza de las dos orejas.
-Haaaaaaa… Haaaaaaa…- Los gritos se perdieron tragados por la furia de la noche.
Dos ojos rojizos que resaltaban en la oscuridad como luces de neón se materializaron detrás del joven Benicio Liang Li.
Cuando los ojos rasgaron la oscuridad describiendo la curva con destino al amigo de Julián, Li vomitaba sin atinar a desprenderse de la cabeza del perro guardián de los Ferguson. 
En abrazo mortal, los tres, Benicio, cabeza y atacante rodaron por el duro suelo. Los colmillos largos, blancos, afilados, se hincaron una y otra vez en el cuello de del joven Chino. La sangre brotó como una pequeña catarata, Liang, por esas cosas raras de la conducta humana, solo atinó a agarrar fuertemente la cabeza del guardián muerto.

*-Idioma o dialecto cantonés, también llamado yuè.-

Arnaldo Zarza
                                                Continuará

Domingo 19 de septiembre segunda parte de "CASABLANCA" -Reseña-





sábado, 11 de septiembre de 2010

  "La mansión satánica"
                              capítulo VIII

Fue un dolor tan intenso que al poco tiempo de estar tirado en el fondo del foso lo dejó de sentir. Ramón se preocupó, sabía que el dolor al superar el umbral máximo de respuesta no se siente, y temía que lo suyo fuera grave.
La oscuridad y los estruendos  de la tormenta no contribuían en nada a que tuviera una idea clara de su situación.   
Pasado el primer momento de incertidumbre intentó moverse, pero los músculos de sus extremidades no le respondieron,  y pensó que había quedado paralítico.
Despatarrado sobre la colchoneta que había puesto el día anterior para inspeccionar con más comodidad el traste de los autos, quedó pensando en su negro futuro. 
Pero  Ramón no sabía la extraordinaria suerte que había tenido. Olvidaba que de las dos colchonetas que había traído para su comodidad, una de ellas quedó colgando en el borde de la fosa, del lado opuesto donde dio el salto.
Vale decir, primero chocó con ella para luego caer sobre la segunda colchoneta.
Bingo… una en un millón, pero pasó, y ramón lo podría contar. Suerte, que le dicen. ¿O tenía un ángel guardián?
De a poco se fue dando cuenta que podía moverse, y con infinito cuidado se levantó y salió del pozo negro. Había vuelto el dolor, aunque era tolerable.
El chofer de los Ferguson no podía darse el lujo de esperar, sabía que el peligro aún estaba presente. Hurgó en el bolsillo de su pantalón y agarró con fuerza el amuleto, mientras recitaba las palabras: Vade retro satanás, toocul domun lavelevu.
Levantó el amuleto de cinco puntas a la altura de su frente y barrió con él los 360 grados de la estancia. Caminó con lentitud hacia los postigones entornados del garaje sin dejar de musitar la letanía: Vade retro satanás,.
Los truenos y rayos intensificaron su poder
 toocul domun lavelevu

, el viento huracanado hacía volar todo la que podía volar del garaje. Las cajas, chapas y demás objetos pasaban cerca de Ramón sin osar tocarle.
Si un observador ubicado en sitio preferencial lo hubiera visto, habría observado que en torno a Ramón se había formado un aura celeste y fosforescente que lo acompañó hasta la entrada de su casa.




Juana Siguió corriendo por inercia, como predestinada a llegar al sitio del impacto en el momento preciso.
Juana no era una mujer temerosa, pero la situación la superaba, estaba sola en medio de la tormenta provocada por el espíritu del mal. Ella lo sabía, y también sabía que el objetivo final  de la alimaña era cobrarse su vida, pues ella era quién había puesto coto por años a sus monstruosas intenciones. Una vez más le vino a la memoria el fatídico instante en que la pelota, como guiada por una maldición se metiera en el living en busca de su objetivo.  
El maldito espejo y la estúpida mirada que le había dado permitieron que el horrible pusiera su pie en este mundo. Tantos años luchando junto a ramón, para que por un descuido el maligno se hiciera presente una vez más por estas tierras.
Todo esto pasaba por su mente mientras corría al encuentro de su marido, con quién intentarían conjurar una vez más al demonio.
El árbol gigante se quebró como un escarbadientes, el rayo, los vientos y las fuerzas ocultas de la naturaleza, o vaya a saber qué, lograron doblegar al coloso centenario. Juana, ajena a ello, corría en pos de la aniquilación del maligno, y de su propia suerte.
Atrás, no muy lejos de ella, dos ojos rojizos que resaltaban en la oscuridad como luces de neón, la seguían sin perderle el rastro.
El árbol se le vino encima, sin más trámites. Hojas y ramas la moldearon, lamieron, pellizcaron, aturdieron, embotaron, pero no le hicieron daño. La parte superior del cedro estaba dividida en dos, como una horqueta. Ella había quedado en medio de los dos poderosos troncos en V, parada, magullada, pero viva.
Despacito fue apartando las ramas, y con el talismán en alto caminó rumbo a su casa sin mirar atrás, gritando las palabras sagradas: Exsilium tu miser animus Zabulus,  exsilium tu miser animus Zabulus



Verónica sintió frío en su mejilla derecha, abrió los ojos y le costó unos segundos comprender en qué posición se encontraba. El mármol verde del piso lo tenía pegado a los ojos y el cuarto del jacuzzi se vía en una perspectiva diferente a la habitual. No tenía idea de por qué se encontraba acostada sobre el frío mármol. Se incorporó a medias e instintivamente miró al espejo que tenía a su izquierda, nada raro notó en él, pero de alguna manera fue el activador de los recuerdos que la volvieron a la realidad. El primero de ellos desagradable, la cara de la vieja insertada en su cuerpo.
-Seguramente me desmayé- pensó. Juana tenía razón, tendría que parar un poco con el régimen para conservar la figura estilizada.
Sonó el teléfono.  

-Hola… ¡Manuuu! ¡Qué bueno que llamás!, tuve un sueño horrible. Después te cuento, te espero, no tardes… Yo otro, grande. Chau, yo también. 


De la pantalla del televisor desaparecieron, Hitchcock, la Esfinge y las pirámides de Egipto. Julián miraba el rectángulo negro sin entender bien lo que pasaba. Ya no intentó usar el control remoto. Caminó hasta la cocina y volvió con una lata de pomelo, en el plasma, Pedro Picapiedras jugaba a los bolos con Pablo.
¿Quién había prendido el aparato? No lo sabía ni le interesaba. La siestita no le había caído bien. Tendría que pensar en que hacer a la noche; no estaría mal llamar a alguno de los chicos para jugar al Play Station, o ver algua película en el “LED” que le había regalado su papá, pensó.
Tomó un trago largo y se mandó un eructo no menor, también agarró el celular y enfiló para la escalera que lo conduciría a las habitaciones de arriba.
-¿Qué me quedan tres días de vida?, ja, que viejo pelotudo.- Dijo sin darle importancia al asunto mientras escalaba perezosamente los peldaños.
Hizo la cita con sus amigos, y  algunos tragos, eructos y pedos más tarde decidió bañarse.  
La casa sufrió un ligero cimbronazo al recibir de lleno la descarga de un rayo en alguna parte de su anatomía. El potente resplandor la cubrió de un halo blanquecino, y  luego, como fiera herida, parpadeó dos o tres veces sus luces interiores hasta quedar en total oscuridad.

Continuará.
                              arnaldo zarza.


lunes, 6 de septiembre de 2010

La mansión satánica
Capítulo VI

Julián, con las patas cruzadas sobre la mesita ratona, lata de gaseosa en mano y bolsa de papas fritas al lado, se atragantaba entre eructos y pedos mientras cambiaba distraidamente de canales, sentado en un sillón que le quedaba grande. 








Por la boca llena la bebida marrón intentaba hacerse un camino para bajar la pasta, la comisuras de los labios por momentos expulsaban torrentes líquidos que corrían hacia el mentón para aterrizar en el pecho. 
Julián, con la mano grasienta de toquetear las papas fritas, intentaba contener el desparramo frotándose la quijada.  
Los truenos y refucilos no parecían existir para él, su único pensamiento, si es que tenía alguno, radicaba en saciar su apetito y sed   
No había nada bueno para ver y las papas y gaseosa habían terminado... 
Con las últimas erupciones de su intestino se acomodó para echarse una siestita. 
Ya estaba por dormirse, invadido por ese estado de ensoñación donde la realidad se mezcla con la ficción. 
El living, en general, empezaba a desdibujarse, y los recuerdos que Julián proyectaba como último contacto con la vigilia, comenzaban a cobrar vida.

El tipo que apareció se le quedó mirando, en silencio, con sus ojos pequeños y duros como los de una cobra.Tenía puesto un smoking, de esos que ya no se usan. Era un gordo vulgar, viejo, calvo y retacón, le pareció conocerlo, aunque no podía recordar de donde. Atrás había un parque de diversiones antiguo, donde la rueda de chicago con sus canastos llenos de gente giraba con sus luces de neón prendidas. De fondo, se escuchaba la música del organillo que intentaba dar alegría al espectáculo. 
Julián, sentado al lado de Ernesto, vio como las butacas donde estaban se elevaban hasta el infinito. Subían y subían. Las carpas y remolques de las atracciones cada vez se hacían más pequeñas, como si la inmesa rueda no tuviera fin. Allá abajo, de la feria y la ciudad solo quedaban puntos luminosos.
Benicio y Rafael, que estaban en unos de los canastos inferiores luchando por la pelota, se suben a la baranda, donde benicio, con hábil maniobra empuja al vacío a Rafael y hace el pase. 
Mientra cae Rafael, Julián se prepara para recibirla, y Ernesto hace lo propio.
La pelota ovalada se le venía encima, a Julián, levantó los brazos sabiendo que no llegaría a retenerla... y no pudo.  Ernesto, que sí pudo, ya había trepado a los barrotes de la rueda para hacer el try. 
El viejo de la TV le dice a Julián:
No puedes dejar que se escape, pequeño, el que pierde en este juego está muerto. 
Mientras el viejo hablaba, Julián pudo ver en la TV la imagen de un grupo de curiosos mirando el cadáver de rafael bañado en sangre, tirado sobre la tierra apisonada.

jueves, 2 de septiembre de 2010

"La mansión satánica"
                           
 




                             Parte V 



Dentro de la casa, el rumor intermitente de la lluvia era quebrado de vez en cuando por el rugir de los truenos. La luz blanquecina de los relámpagos se filtraban por los ventanales del gran living, pintando, con su fantasmal presencia, muebles, cuadros, estatuas, sillones y lo que se le pusiera delante. 
Verónica subió lentamente por la vieja escalera de madera que comunicaba con los dormitorios de la planta superior. Se tomaría un baño de inmersión y pensaría cómo organizar la noche. 



Manu no podía venir, y ella no tenía ganas de estar sola. Quería divertirse. llamaría a las chicas, pediría unas pizzas, verían alguna película, o simplemente conversarían toda la noche.
Julián, sucio y sudoroso, prefirió ver algo de televisión antes de darse el baño correspondiente. Lo haría más tarde, pensó, si tenía ganas. Quería disfrutar a su manera el fin de semana, hacer lo que se le antojase, lo que le estaba prohibido en colegio de pupilos donde pasaba la mayor parte de su existencia, y evadir las reglas de la casa. Por suerte hoy no tenía controles, no estaban mamá Carmen ni Juana para regañarlo. A verónica simplemente la ignoraría, y punto. 
Con su hermana mayor no era que se llevaran mal, es más, por momentos la pasaban bien juntos, jugaban y se divertían a lo grande, pero, Vero era muy cambiante, como toda mujer, según él, y lo que era bárbaro durante toda la tarde, de golpe, el mismo juego o la misma broma la aburría o ponía de mal humor.
Julián no se daba cuenta que su hermana, debido a su edad, tenía otras necesidades diferentes a la suya. 

Verónica hablaba por teléfono con la séptima y última de sus invitadas a pasar la noche con ella. Era su mejor amiga, y dejó para el final su llamada porque de lo contrario no le habría alcanzado el tiempo para hablar con las demás. Mónica era charlatana como ella, y a veces hablaban horas sin darse cuenta.
El agua del Jacuzzi del baño de sus padres estaba tibia, espectacular. Afuera, la lluvia seguía azotando la fachada del edificio y doblando los árboles de los alrededores.
- No me falles.- Le dijo y cortó. Sabía que Moni vendría así se hiciera añicos el mundo, siempre se decían así: no me falles, era como un juego. 
Se quedó en el agua unos minutos sin decidirse a salir, pensando en su amiga, con quién tenían un pacto de eterna amistad; que nada ni nadie nunca lo podría torcer, y en Manu, el chico que la había conquistado por ser diferente a todos los demás.
Finalmente se decidió a salir de la pileta, y cuando se secaba escuchó a Julián moverse por el baño , pegado al jacuzzi, o por la habitación de sus padres, no estaba segura. Se envolvió en el toallón y fue a mirarse al espejo. caminó unos pocos pasos para ponerse frente a él. 
Seguramente Julián también querría usar el jacuzzi.
-Julián... Julián.-Llamó Verónica. No hubo respuesta.
-¿Julián?
Una carcajada fue lo que escuchó en respuesta, una risa desagradable cortada a medias por un trueno que hizo temblar los perfumes y objetos de vidrio de las repisas.
-Este pendejo... Julián, no seas boludo, andate que estoy desnuda.
Fue cuando miró el espejo. Lo que vio no duró más de un segundo, el suficiente como para ver con claridad la imagen reflejada en él. 
Su cuerpo desnudo tenía por rostro el de una vieja horrible. 
Se le heló la sangre... Gritó. No fue un grito desgarrador, apenas un gritito. No le salió otra cosa.
Temblaba. 
Le castañeaban los dientes.
Tenía los ojos cerrados, los había cerrado instintivamente. 
Unos segundos después los abrió con cuidado, como si pidiera permiso para hacerlo. Y allí estaba, normal, con el toallón ceñido al cuerpo, con su misma cara de siempre, como si no hubiera pasado nada.

Arnaldo Zarza
                                      Continuará.

miércoles, 25 de agosto de 2010

             La mansión satánica
                       Parte IV

Juana había hecho especial hincapié en no recoger los vidrios rotos del piso; ya lo haría ella mañana. Claro que a los niños no se les hubiera ocurrido levantar los restos del espejo, pero por las dudas se los dijo, no quería dejar un solo cabo suelto. Por esa misma razón debía apurarse, llegar lo antes posible a su casa, y con ayuda de Ramón, conjurar una vez más a los espíritus del mal. No era la primera vez que accidentalmente se llamara al ente maligno que habitaba la casa, y hasta la fecha, siempre había sido controlado. Aunque en esta ocasión presentía que la lucha sería ardua y dolorosa. 
Apenas escuchó el crujir de los vidrios al romperse el espejo, una fuerte oleada de poder mental la zarandeó de pies a cabeza. Instintivamente, o tal vez impulsada por esa poderosa fuerza, miró donde no debía mirar. Y en ese lapso tan breve vio y sintió el horror reflejado en mil diminutas astillas. 
Ella sabía que estaba asistiendo al despertar de un ser abominable, un monstruo a quién por años habían mantenido a raya, y en cierta medida, dominado.  
Había que actuar rápido, sin pérdida de tiempo, no debía dejar que el maléfico incremente su poder destructor.
La suerte estaba echada… La consigna: matar o morir.
Todavía estamos a tiempo.- Se dijo.     
Cuando salió al porche, la tormenta ya estaba en su apogeo. El viento fuerte hacía de las suyas a todo lo que se le pusiera delante.
Los árboles con sus ramas y hojas alborotadas bailaban al compás de los estruendos causados por los rayos, que partían la negra noche a puñaladas profundas,  blanquecinas y zigzagueantes. Antes de abrir el paraguas e internarse en la cortina de agua, se colgó del cuello el amuleto que le regalara el párroco del pueblo cuando apenas tenía diez y siete años. Con él había conjurado más de una situación delicada, y esperaba seguir haciéndolo. Lo acarició y se zambulló en el mal tiempo rumbo a su casa. El paraguas no aguantó cincuenta metros, se dio vuelta como una media. Lo soltó, ¿para qué lo quería?, a partir de ahora solo sería una molestia, después de todo, ¿qué mejor que el agua para purificar el cuerpo? 
Por momentos la oscuridad era total, y cuando la cegadora luz de algún rayo se abría paso entre el follaje efervescente, figuras espectrales tomaban la posta, para de inmediato someterse al reino de las tinieblas.
El silbido lacerante del viento, el lamento inhumano de los árboles y las ramas que caían pesadas por doquier, estaban a punto de doblegar a la dura criada.
Juana corrió, Juana gritó, Juana puteó, cosa rara en ella… Juana estaba asustada. Muy asustada. 
Atrás, no muy lejos de ella, dos ojos rojizos que resaltaban en la oscuridad como luces de neón, no le perdía el rastro.
Adelante, a no más de 10 metros, un tronco centenario se estaba viniendo abajo.
Juana sintió la explosión que hizo el árbol al quebrarse, y el fogonazo oportuno del rayo que le mostraba como el coloso se le venía encima. Solo atinó a taparse la cabeza con los brazos.
Siguió corriendo por inercia, como predestinada a llegar al sitio del impacto en el momento preciso.

 Arnaldo Zarza


Esta historia continuará.