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miércoles, 10 de noviembre de 2010

            La mansión satánica
             Capítulo XIII
Poco después de las 20 PM  llegó Manu, subió al transporte eléctrico que lo trasladó a la entrada de la casa, donde lo esperaba Verónica. 
Minutos después bajó de su “escarabajo” plateado Mónica, la única visitante autorizada por los padres de Verónica y Julián a entrar con el auto en ausencia de ellos a la propiedad.
Para la 20,30 ya estaban todos los invitados distribuidos dentro de la casa, salvo Benicio Liang Li, quién raro en él, aún no había llegado.
Julián, riendo, tomando Pepsi  y comiendo papas fritas les contaba a Ernesto y Rafael el extraño sueño que había tenido. Rafael, un chico flaco, alto, rubio, de abundante pelo lacio peinado a dos aguas y dientes de conejo, festejó con una risotada seguido de un eructo la descripción de cómo había caído al vacío en el sueño de su amigo. Sorbió un largo trago de la lata y dijo:


-Boludo, hoy va a ser la noche de los muertos vivos, resucité, soy inmortal, y vos también, Erny… JA, ja, ja…
Sentado frente la enorme pantalla 3D donde verían una película o jugarían con el “Playstation”, Ernesto no parecía tan alegre como su amigo. El joven retacón, de piel blancuzca y mirada huidiza no probó bocado ni tomó un solo trago mientras Julián contaba la historia, su mano jugueteaba con el control remoto del televisor apagado, como si fuera una válvula de escape a su ansiedad.   
-¿Yo también morí?- Dijo con cierto temor e inocencia.
-Boludo, fue solo un sueño, cuando nos caímos te perdí de vista... por ahí te salvaste.
- O por ahí estás bien muerto, cagón.-Dijo Rafael riendo y escupiendo restos de papas fritas y gaseosa. El flaco restregó sus manos grasientas en los cabellos crespos asentados en la generosa cabeza del gordo, moviéndole todo el esqueleto.- ¿No ves que somos dos zombies, dogor?   
-Pará un poco, ¿querés?-Dijo el gordo levantándose del sillón con cara de pocos amigos, y encarando para la puerta… 
-Hey, Ernesto, ¿adonde vas?-Gritó Julián cuando su amigo empezaba a desaparecer metiendose en el pasillo.
-Al baño.
Rafael, el payaso del grupo, corrió y alcanzó al gordo en la penumbra del corredor. Lo abrazó de atrás. 


-Soy un zombi hambriénto, quiero comer carne de chancho... hummm...-Le dijo besuqueándolo en el cuello.
El gordo forcejeó desesperado, tratando de liberarse de los brazos del flaco que lo asfixiaban. 
-Sos un boludo, dejame...
Julián, desde el vano de la puerta miraba divertido  lo que pasaba.
Segundos después, cuando Ernesto pudo desprenderse del flaco, corrió por el pasillo sin rumbo, hasta que finalmente desembocó en el living.
Rafael y Julián siguieron al gordo y lo encontraron mirándose en el espejo roto.
-Se te ve más flaco, dogor.-Dijo Rafael riendo.-Ernesto no contestó, miraba concentrado lo que quedaba del espejo.
Rafael levantó del piso un trozo grande del espejo roto, y siguiendo con su actitud de hacerse el cómico, dijo  mirando el trozo de vidrio.
-¿A ver como se ve un zombi hambriento?-
Todo pasó muy rápido, la sonrisa sobradora desapareció de su boca trocando en un rictus de terror.
Un pequeño alarido salió de su garganta y el espejo se le escurió de las manos haciendose añicos en el piso. 
El gordo pareció volver en sí con el grito de Rafael, mientras Julián se divertía pensando que todo era teatro.
Rafael tenía el rostro blaco como un papel blanco, la mirada extrviada y un pequeño temblor en los labios. Levantó los brazos y se frotó la cara con las manos. Sacudió la cabeza de un lado al otro como tratando de despabilarse. 
Julián dejó de reir y Ernesto miró a Rafael con la boca abierta. El rubio tenía la cara cubierta de sangre.
 
El generador de electricidad empezó a fallar y la luz titiló mortecina.
Afuera, bajo las sombras y brillos de la noche tormentosa, Jeremías, el súbdito de satanás, iniciaba su orgía de sangre.



Arnaldo Zarza.

lunes, 25 de octubre de 2010

LA Mansión satánica
                    Capítulo          XII
Benicio Liang Li, aferrado a la cabeza del doberman decapitado, luchaba infructuosamente contra las garras y dientes del perro sobreviviente. Ya cuando sus fuerzas menguaron por el esfuerzo y la sangre perdida, pareció darse cuenta de su eor, soltó la cabeza muerta y agarró la viva con todas sus fuerzas. Pero se dio cuenta inmediatamente que ni haciendo un esfuerzo sobrehumana tenía chances de separarse de su agresor. Y de a poco se fue entregando, resignándose a su destino, como muchos de sus ancestros.
Cerró los ojos, aflojó los músculos, y aún tuvo tiempo de proyectar una última imagen antes de morir: La de su madre…
A continuación sintió un sonido corto, seco y áspero, como cuando se corta el pasto con una hoz. Luego lo embebió una dulce calma, y finalmente la bruma embotó su cerebro. Y ya no hubo rayos ni truenos, solamente un manto negro de silencio.
A unos veinte metros del lugar, un hombre que venía presuroso en busca del joven Li vio parte de la orgía de sangre.
Ramiro, uno de los custodios de la mansión, que por necesidades fisiológicas volvía de un baño situado en uno de los extremos de la muralla circundante, vio al niño vagar sin rumbo por la espesura. Le gritó pero Li no lo escuchó. Entonces, apurando el paso trató de interceptarlo, aunque debido a la oscuridad reinante se le escabulló de la vista en más de una ocasión.
 Finalmente dio con él, en el mismo instante en que el gigante rubio decapitaba al doberman que estaba matando al chico, se paró al ver que el grandote salvaba al joven, pero su asombro casi no lo deja reaccionar cuando el supuesto salvador volvió a levantar la hoja afilada para rematar a Li. El custodio solo atinó a gritar, y esa acción salvó la vida del amigo de Julián, y se llevó la suya.
El rubio de la mirada helada escuchó el grito y detuvo el recorrido del machete cuando empezó a bajar en busca del cuello del oriental. Un formidable fogonazo iluminó a giorno el parque de los Ferguson como para señalar a quién osaba interrumpir la faena del azote del infierno, aunque no hacía falta tanta luz para localizar a Ramiro, que había quedado paralizado ante la intención asesina del gigante.
Lo que pasó a continuación fue vertiginoso, apenas duró unos pocos segundos. El hombre del machete con agilidad increíble dio un salto colosal, corrió por la hierba mojada y dio otro salto que lo ubicó en las narices de Ramiro. Llegó rápido, e hizo su tarea aún más rápido. El machete ya había iniciado la curva descendente dirigiéndose al cuello del infortunado guardia cuando este en un acto reflejo levantó ambas manos para protegerse. Los tres elementos fueron amputados limpiamente y cayeron ordenadamente al lado del cuerpo sin vida.  
El asesino miro su obra sin piedad, e ignorando a Li, que seguramente ya estaría muerto, siguió su camino rumbo al verdadero objetivo de su visita a la mansión de los Ferguson. 
Arnaldo Zarza
Próximamente: La guerra Gaucha, homenaje.
El film de Lucas Demare.

lunes, 11 de octubre de 2010

Exsilium tu miser animus Zabulus

              La mansión satánica
                        Capítulo XI

Las velas de resplandor rojizo prestaban su escasa luz a los ritos ceremoniales de Ramón y Juana. 
Las delgadas volutas de humo desprendidas por los pabilos incandescentes, mechaban con destellos saltarines la nube grisácea de incienso derramada por los braserillos.
El living se pobló de niebla, invocaciones y súplicas.  
Cuando Juana y Ramón, mojados y magullados, se encontraron en el porche de la casa minutos después de salvar milagrosamente sus vidas, solo atinaron contemplarse, un buen rato, sin pronunciar palabras. Él, con ternura, le acarició el rostro con su mano de dedos callosos, haciendo a un lado el pelo revuelto manchado de sangre. Bastó esa comunión de roces y miradas para expresar lo que no dijeron con palabras. 
Desgraciadamente no había tiempo que perder ni tiempo para los sentimientos, debían poner manos a la obra inmediatamente, y así lo hicieron. No tardaron en prender las velas, ordenar los objetos rituales, quemar el incienso y calzarse los hábitos.   
Vade retro satanás, toocul domun lavelevu, Exsilium tu miser animus Zabulus, fueron las primeras palabras dichas en medio del vendaval, iniciando así  la verdadera batalla.  
La ceremonia fue creciendo en intensidad y también la tormenta, como si tratara de evitar la conjura contra el maligno.


Las ventanas y puertas de la vivienda gemían ante los tremendos embates que intentaban arrancarlas de cuajo, mientras los Leguizamón seguían concentrados en su tarea de cánticos y ruegos.
Absortos en el ritual, bajo la tenue luz de las velas, los caseros de los Ferguson, devenidos en sacerdotes, no notaron el corte de energía eléctrica que afectaba a la propiedad, y tampoco al gigante de botas de goma amarillas que se dirigía a la casa con un machete en la mano.  




Arnaldo Zarza
Próximamente: Homenaje a "La guerra gaucha"
El film de Lucas Demare.

martes, 5 de octubre de 2010

                La mansión Satánica
                      Capítulo X
Viernes 13, hora, 19, 55… Hospicio “San Valentín”, San isidro.
Llovía torrencialmente, como en toda la ciudad. Los internos cenaban. Los enfermeros remoloneaban jugando a las cartas, al dominó, o mirando por las ventanas, cruzadas de gordos barrotes metálicos, como el mundo se venía abajo.
Los pabellones donde albergaban a los peligrosos no tenían horarios específicos para las comidas. Un pasillo estrecho y largo, alejado del casco principal del hospital, conducía a las mazmorras donde pasaban sus días los irrecuperables. Algunos atados a los camastros, otros, sueltos en los calabozos de 2 por 3 metros, desprovisto de mobiliarios.
La habitación 33, como pomposamente llamaban al cubículo de paredes descascaradas y piso de cemento, albergaba al coloso rubio, quién sentado sobre el colchón de estopa asentado sobre el húmedo suelo, miraba fijamente la nada.
Jeremías tenía treinta años y estaba totalmente loco, aunque no parecía. Fue este el detalle que le permitió por mucho tiempo permanecer libre. Era un sujeto que podía engañar fácilmente a quién no lo conociera, pues su voz dulce y trato amable, cuando no estaba en crisis, hacían que la gente le tuviera afecto, como si fuera un niño desprotegido.
Pero Jeremías tenía la manía de matar, porque sí, sin motivo alguno, le gustaba matar.
Aunque los arranques de furia no eran constantes en él, sucedía cada tanto, sin motivos aparentes, y no duraban más de cuatro o cinco horas, las suficientes como para dejar un tendal de víctimas desparramadas por doquier. Debido a esa conducta ciclotímica, los médicos de la institución tardaron en darse cuenta que el interno 1234 era una bomba de tiempo en potencia. Pero por suerte ya estaba todo solucionado, había que aislarlo, medicarlo y ya no causaría problemas.
Hacía pocos días lo habían trasladado de la unidad de cuidados intensivos, donde estuvo sometido a todo tipo de inyectables, baldes de agua fría, electroshocks, patadas, trompadas y otras delicias de la medicina moderna. 
Por supuesto, los médicos no presenciaron cuando los muchachos se tomaron venganza por los compañeros descuartizados a manos del gigante de mirada angelical.
Matilde, la enfermera jefe de la noche, era una mujer de carácter fuerte e inmune al miedo. De unos cuarenta años, delgada, musculosa, no mal parecida. Fue ella quién dominó a Jeremías luego que este le cortara el pescuezo de un navajazo al guardia con quién jugaba al “royal ludo”.
Los compañeros del infortunado fueron incapaces de acercarse al rubio, que en estado salvaje revoleaba el cortante.
Matilde, esperó paciente un descuido, y cuando se produjo, saltó sobre él como un felino inyectándole una dosis de tranquilizante capaz de dormir a un elefante.
Meses después, cuando decapitó con un machete al cocinero, solo tuvo que hablar con él para que le entregara el arma y llevarlo dócilmente a su nuevo encierro, donde, como dije antes, los compañeros de los difuntos aprovecharon para vengarse de él.
Matilde, que no participó de esos actos, aunque los miraba por la rejilla de la puerta, sin embargo, lavaba sus heridas y le llevaba comida, de la buena. ¿Qué extraña relación había nacido entre la enfermera jefa y Jeremías?, nadie lo sabía, ¿cómo lograba dominarlo?, tampoco se sabía, y ella no daba explicaciones.
Lo que tampoco nadie sabía de Matilde; es que pertenecía a una secta de servidores de Satanás.
La puerta de la habitación 33 chirrió al abrirse en un breve descanso de truenos y relámpagos. Jeremías siguió mirando el ventanuco enrejado que daba al patio. La tenue luz de la lamparita colgada en el techo proyectó la sombra de la enfermera jefe sobre el gigante. Éste giró la cabeza en dirección a la de ella, que poniéndose en cuclillas, quedó a su altura.
Se miraron por un rato, luego ella habló, y  mientras lo hacía le acarició el rostro. Los ojos celestes del joven parecían llenos de amor. 
Matilde desenroscó la tapa de un pequeño frasco, metió dos dedos en él, y con ese ungüento pintó dos circulitos a cada lado de la frente de su protegido.
La luz blanquecina del rayo se metió por la pequeña abertura de la pared proyectando los barrotes en forma de cruz sobre la celda. El rostro de Matilde sufrió un cambio abrupto, fue breve, no duró mucho, sus hermosos rasgos trocaron a los de una vieja horrible. Él no cambió de expresión, la seguía mirando arrobado. Cuando el trueno llegó, ya había pasado todo, ella era la misma de siempre, le dio un beso en cada mejilla, le entregó una vaina larga de cuero y se retiró dejando abierta la puerta.
Jeremías no tuvo problemas para salir al exterior, al gran parque arbolado donde en los días propicios retozaban los internos a la luz solar.
Alberto, un compañero de infortunio, con quién había jugado al dominó en más de una oportunidad, lo vio venir hacia el murallón  donde estaba embebiéndose del temporal.
Alberto dejó de hablar con el ser imaginario y con sonrisa de oreja a oreja caminó hacia quién creía su amigo.
El machete que surgió de la cintura de Jeremías y se elevó al cielo brilló con el destello de un rayo lejano. Alberto siguió sonriendo después que su cabeza se separara del troco. El machetazo fue milimétrico, el corte, perfecto. La cabeza botó dos o tres veces en la grava para luego rodar por una colinilla hasta un gran charco. Alberto seguía sonriendo.
Jeremías limpió el machete en el pasto mojado, lo envainó, y antes de trepar al árbol por cuyas ramas se deslizaría a la calle contigua, dijo:
-Chau.
Una “trafic” lo esperaba abajo.
La propiedad de los Ferguson estaba amurallada, y en la parte superior, electrificada.
 La trafic estacionó muy lejos del portón de entrada, en un paraje donde ni vecinos había. De su interior salieron tres personas, una de ellas subió por la escalera que levantaron en el techo del vehículo hasta alcanzar los postes de energía eléctrica zonal.






Con una pinza, el tipo de manos enguantadas cortó como si fuera manteca el grueso cable de la red domiciliaria. Se hizo la oscuridad, solo interrumpida por los rayos que de tanto en tanto daban una imagen siniestra a la propiedad.
El hombre que cortó los cables bajó e inmediatamente orientaron la escalera para apoyarla en el muro. 


Jeremías subió, pero antes, la jefa de enfermeras del hospicio le puso una cadenita al cuello, de la cual colgaba una medalla con el grabado de la cifra 666, o 999, según como se la mire. Inmediatamente después le entregó un paquete que se lo puso en el bolsillo del piloto de goma amarillo que tenía puesto y le dio un beso de despedida en la mejilla.
El coloso rubio se descolgó de la soga para pisar la propiedad de los Ferguson y caminó derecho hacia su primer objetivo.
                                        Arnaldo Zarza
Próximamente: Homenaje a "La guerra gaucha"
El film de Lucas Demare.
En estos días: capítulo XI de "La mansión satánica"

viernes, 17 de septiembre de 2010

 "la mansión satánica"
                Capítuo IX

La mansión quedó por unos segundos a oscuras hasta que el generador arrancó.
Benicio Liang Li había insistido en caminar enfundado en su piloto amarillo los casi cien metros que separaban la casa del portón de entrada. Los guardias se habían ofrecido a llevarlo en el coche eléctrico que usaban para esos menesteres, pero el chico, amigo de Julián, no quiso saber nada, se metió en medio de la lluvia rumbo al edificio principal, que por momentos destellaba a consecuencia de los intermitentes  resplandores temporales.
Sus padres, inmigrantes Chinos propietarios de un supermercado, lo dejaron en manos de la custodia de los Ferguson y siguieron camino rumbo al shoping de la zona.
 Benicio caminó por la senda que lo llevaría a destino. Los árboles que escoltaban el camino apenas dejaban ver, a lo lejos, la majestuosa fachada del hogar de su amigo.
Entre las hojas y ramas azotadas por el viento, se filtraban movedizas las luces que escapaban por las ventanas de los cuartos superiores. 
De pronto, una potente descarga pareció congelar cualquier indicio de vida. El universo cercano al joven amigo de Julián se paralizó teñido de un blanco sepulcral. Las ramas quietas y el extraño silencio que precedió al estruendo helaron la sangre del pequeño oriental.
Instintivamente se había detenido, como se detuvo todo a su alrededor.
Las cegadas retinas de Benicio pretendieron ver qué había más allá de sus narices, y solo distinguió la nada. Entonces, Intentó vanamente limpiar sus gafas con los dedos.
Un poco después, cuando su cerebro le comentó sobre el instinto de conservación… tuvo miedo.
La pátina blancuzca que velaba su visión fue cediendo, y el parque con aullido salvaje volvió soportar el castigo del viento. De pronto una rama abrió su horizonte con un brusco abanico. Allí estaba la casa, no muy cerca, y no tan lejos como para desesperar. Solo tenía que mover las patas. Dio el primer paso en la dirección salvadora y vio como las luces de la residencia  titilaron, no mucho, tal vez cuatro o cinco veces, hasta sumir su entorno en la más negra oscuridad. Fue como si mansión y relámpagos hubiesen hecho un pacto de tenebroso.
Ciento veinte pulsaciones por minuto… su corazón volaba. El ruido seco del gajo al partirse recién lo escuchó cuando las hojas lamieron su anatomía antes de estrellarse junto a él. Trastabilló pero no cayó. Maldijo en yuè* la hora de no haber aceptado que lo llevaran en el autito eléctrico.
Desorientado trotó sin rumbo, sin saber  dónde ir. El pasto, mojado y resbaladizo dificultaba la huida, y tampoco ayudaba la oscuridad reinante. Y ahora sí cayó, tropezó con vaya a saber qué cosa y se desplomó cuan largo era sobre el charco. Chapoteó un poco en él manoteando el barro. Buscaba desesperadamente sus lentes; si con ellas no tenía una visión extraordinaria, sin ellas su mundo no tenía sentido.   
 Finalmente las encontró y se las calzó apresuradamente. Se arrodilló dispuesto a levantarse y correr y correr hasta llegar a la casa. Inclinó el hombro derecho para apoyar la mano en el suelo, y así conseguir el impulso necesario para salir volando de ese lugar. Sus dedos se toparon con algo a mitad de camino, una bola de superficie suave, acolchada pero firme, no estaba totalmente fría, y no tenía idea de lo que pudiera ser. La curiosidad de Li pudo más que la prisa por escapar de la tormenta. Levantó el pesado objeto asiendo dos salientes blandas que encontró a ambos lados de la cosa. No se veía nada, lo estuvo a punto de tirar y seguir su camino cuando el relámpago inoportuno le mostró a un palmo de sus ojos la cabeza seccionada del doberman. Los ojos rojizos del perro lo miraban del más allá. De donde había estado el cuello colgaban parte de las tripas ensangrentadas que se agitaban con el viento. Benicio tenía agarrada la cabeza de las dos orejas.
-Haaaaaaa… Haaaaaaa…- Los gritos se perdieron tragados por la furia de la noche.
Dos ojos rojizos que resaltaban en la oscuridad como luces de neón se materializaron detrás del joven Benicio Liang Li.
Cuando los ojos rasgaron la oscuridad describiendo la curva con destino al amigo de Julián, Li vomitaba sin atinar a desprenderse de la cabeza del perro guardián de los Ferguson. 
En abrazo mortal, los tres, Benicio, cabeza y atacante rodaron por el duro suelo. Los colmillos largos, blancos, afilados, se hincaron una y otra vez en el cuello de del joven Chino. La sangre brotó como una pequeña catarata, Liang, por esas cosas raras de la conducta humana, solo atinó a agarrar fuertemente la cabeza del guardián muerto.

*-Idioma o dialecto cantonés, también llamado yuè.-

Arnaldo Zarza
                                                Continuará

Domingo 19 de septiembre segunda parte de "CASABLANCA" -Reseña-





lunes, 13 de septiembre de 2010


Exsilium tu miser animus Zabulus



Jueves 16 de septiembre. 

Capítulo IX de: 
                     "la mansión satánica"




Muy pronto: 


  CASABLANCA.
          
    Reseña.
 El inolvidable film de Michael Curtiz.
Protagonizado por
 Ingrid Bergman y Humprey Bogart.



                  Play it again, Sam
 

sábado, 11 de septiembre de 2010

  "La mansión satánica"
                              capítulo VIII

Fue un dolor tan intenso que al poco tiempo de estar tirado en el fondo del foso lo dejó de sentir. Ramón se preocupó, sabía que el dolor al superar el umbral máximo de respuesta no se siente, y temía que lo suyo fuera grave.
La oscuridad y los estruendos  de la tormenta no contribuían en nada a que tuviera una idea clara de su situación.   
Pasado el primer momento de incertidumbre intentó moverse, pero los músculos de sus extremidades no le respondieron,  y pensó que había quedado paralítico.
Despatarrado sobre la colchoneta que había puesto el día anterior para inspeccionar con más comodidad el traste de los autos, quedó pensando en su negro futuro. 
Pero  Ramón no sabía la extraordinaria suerte que había tenido. Olvidaba que de las dos colchonetas que había traído para su comodidad, una de ellas quedó colgando en el borde de la fosa, del lado opuesto donde dio el salto.
Vale decir, primero chocó con ella para luego caer sobre la segunda colchoneta.
Bingo… una en un millón, pero pasó, y ramón lo podría contar. Suerte, que le dicen. ¿O tenía un ángel guardián?
De a poco se fue dando cuenta que podía moverse, y con infinito cuidado se levantó y salió del pozo negro. Había vuelto el dolor, aunque era tolerable.
El chofer de los Ferguson no podía darse el lujo de esperar, sabía que el peligro aún estaba presente. Hurgó en el bolsillo de su pantalón y agarró con fuerza el amuleto, mientras recitaba las palabras: Vade retro satanás, toocul domun lavelevu.
Levantó el amuleto de cinco puntas a la altura de su frente y barrió con él los 360 grados de la estancia. Caminó con lentitud hacia los postigones entornados del garaje sin dejar de musitar la letanía: Vade retro satanás,.
Los truenos y rayos intensificaron su poder
 toocul domun lavelevu

, el viento huracanado hacía volar todo la que podía volar del garaje. Las cajas, chapas y demás objetos pasaban cerca de Ramón sin osar tocarle.
Si un observador ubicado en sitio preferencial lo hubiera visto, habría observado que en torno a Ramón se había formado un aura celeste y fosforescente que lo acompañó hasta la entrada de su casa.




Juana Siguió corriendo por inercia, como predestinada a llegar al sitio del impacto en el momento preciso.
Juana no era una mujer temerosa, pero la situación la superaba, estaba sola en medio de la tormenta provocada por el espíritu del mal. Ella lo sabía, y también sabía que el objetivo final  de la alimaña era cobrarse su vida, pues ella era quién había puesto coto por años a sus monstruosas intenciones. Una vez más le vino a la memoria el fatídico instante en que la pelota, como guiada por una maldición se metiera en el living en busca de su objetivo.  
El maldito espejo y la estúpida mirada que le había dado permitieron que el horrible pusiera su pie en este mundo. Tantos años luchando junto a ramón, para que por un descuido el maligno se hiciera presente una vez más por estas tierras.
Todo esto pasaba por su mente mientras corría al encuentro de su marido, con quién intentarían conjurar una vez más al demonio.
El árbol gigante se quebró como un escarbadientes, el rayo, los vientos y las fuerzas ocultas de la naturaleza, o vaya a saber qué, lograron doblegar al coloso centenario. Juana, ajena a ello, corría en pos de la aniquilación del maligno, y de su propia suerte.
Atrás, no muy lejos de ella, dos ojos rojizos que resaltaban en la oscuridad como luces de neón, la seguían sin perderle el rastro.
El árbol se le vino encima, sin más trámites. Hojas y ramas la moldearon, lamieron, pellizcaron, aturdieron, embotaron, pero no le hicieron daño. La parte superior del cedro estaba dividida en dos, como una horqueta. Ella había quedado en medio de los dos poderosos troncos en V, parada, magullada, pero viva.
Despacito fue apartando las ramas, y con el talismán en alto caminó rumbo a su casa sin mirar atrás, gritando las palabras sagradas: Exsilium tu miser animus Zabulus,  exsilium tu miser animus Zabulus



Verónica sintió frío en su mejilla derecha, abrió los ojos y le costó unos segundos comprender en qué posición se encontraba. El mármol verde del piso lo tenía pegado a los ojos y el cuarto del jacuzzi se vía en una perspectiva diferente a la habitual. No tenía idea de por qué se encontraba acostada sobre el frío mármol. Se incorporó a medias e instintivamente miró al espejo que tenía a su izquierda, nada raro notó en él, pero de alguna manera fue el activador de los recuerdos que la volvieron a la realidad. El primero de ellos desagradable, la cara de la vieja insertada en su cuerpo.
-Seguramente me desmayé- pensó. Juana tenía razón, tendría que parar un poco con el régimen para conservar la figura estilizada.
Sonó el teléfono.  

-Hola… ¡Manuuu! ¡Qué bueno que llamás!, tuve un sueño horrible. Después te cuento, te espero, no tardes… Yo otro, grande. Chau, yo también. 


De la pantalla del televisor desaparecieron, Hitchcock, la Esfinge y las pirámides de Egipto. Julián miraba el rectángulo negro sin entender bien lo que pasaba. Ya no intentó usar el control remoto. Caminó hasta la cocina y volvió con una lata de pomelo, en el plasma, Pedro Picapiedras jugaba a los bolos con Pablo.
¿Quién había prendido el aparato? No lo sabía ni le interesaba. La siestita no le había caído bien. Tendría que pensar en que hacer a la noche; no estaría mal llamar a alguno de los chicos para jugar al Play Station, o ver algua película en el “LED” que le había regalado su papá, pensó.
Tomó un trago largo y se mandó un eructo no menor, también agarró el celular y enfiló para la escalera que lo conduciría a las habitaciones de arriba.
-¿Qué me quedan tres días de vida?, ja, que viejo pelotudo.- Dijo sin darle importancia al asunto mientras escalaba perezosamente los peldaños.
Hizo la cita con sus amigos, y  algunos tragos, eructos y pedos más tarde decidió bañarse.  
La casa sufrió un ligero cimbronazo al recibir de lleno la descarga de un rayo en alguna parte de su anatomía. El potente resplandor la cubrió de un halo blanquecino, y  luego, como fiera herida, parpadeó dos o tres veces sus luces interiores hasta quedar en total oscuridad.

Continuará.
                              arnaldo zarza.


viernes, 10 de septiembre de 2010

    "La mansión satánica"
                      Mañana capítulo VIII






Muy pronto:La inolvidable: 
              
           "CASABLANCA"
                                  -Reseña-
De Michael Curtiz.

miércoles, 8 de septiembre de 2010

    La mansión satánica
                                     Capítulo VII




 Un fuerte viento azotaba la rueda de Chicago cuando Julián trepó a los caños para dar caza a Ernesto. Miró de hito en hito abajo y arriba. Sintió nauseas, abajo ya no estaba tan lejos como para ignorar la distancia, la suficiente como para convertirse en puré si se caía. Ahora el vértigo se hacía sentir, el peligro se olía. Y desde su posición, Rafael parecía un pequeño muñeco olvidado en medio del parque.     
La cara del viejo se le presentó una vez más.
-Vamos, es tu vida o la de él. Adelante.
-Julián tomó de los tobillos a Ernesto y vomitó, Ernesto soltó el balón, dio un pase de baile, resbaló y cayó. Julián también cayó, con la pelota en las manos.  
El toldo del encantador de serpientes se rasgó amortiguando la caída. Estaba a salvo, aunque algo dolorido. La tienda se había llenado de plumas salidas de dos o tres almohadones rotos por el impacto. Ernesto no estaba a la vista... 

La tapa de un canasto caído al piso terminó de abrirse, y de su interior surgieron las cabezas de dos cobras de aspecto amenazante.
Los bichos, a no más de metro y medio de distancia, descubrieron a Julián tirado en medio del caos y se le vinieron encima. 
Julián, completamente entregado, casi podía oler el aliento de sus atacantes. 
Cuatro ojos amarillentos, sin vida, lo miraban fijo a través de diminutas ranuras negras que cruzaban sus globos oculares.   
Si tener a esas criaturas a  unos sesenta centímetros del rostro de alguna manera resultaba hipnótico, cuando abrieron la boca enseñando los dos enormes colmillos curvos del maxilar superior, el magnetismo trocó rápido a terror.
Julián estaba paralizado, aunque su corazón galopaba. 
Mientras esperaba que las víboras le dieran la dentellada final, la idea que estaba metido en un sueño le cruzó la cabeza. Hizo un esfuerzo desesperado por salirse de ése horror, aunque, de alguna manera  intuía que transitaba la vida real, donde ya había muerto uno de sus amigos y su turno no tardaría en llegar. 
Cerró los ojos para quebrar el encanto, o quizá para morir sin ver de cerca a las criaturas  horrorosas en ocasión del crimen.
Un segundo, dos, tres...
 Los bichos se tomaban su tiempo, y finalmente, en vez de sentir el puntazo de los colmillos de las cobras, sintió el frío pegajoso de las lenguas bífidas que lamían su rostro. 


Cheazaba luba.- Dijo alguien con voz potente y autoritaria.

Julián abrió los ojos y vio aparecer de la nada a un hombre de turbante rojo y barba negrísima. 
No precisó repetir las palabras, los bichos quedaron estáticos, convertidos en piedra.
-Cheazaba luba.- Dijo por lo bajo Julián, tratando de recordar lo dicho por el gigante de ojos celestes. Estaba seguro de conocerlo, aunque no recordaba donde.
-Es tu día de suerte, muchacho. Toma este amuleto y conservarás tu vida. 
Julián sintió el frío metal en su piel. La estrella de cinco puntas cabía perfectamente en la palma de su mano. 
La voz había cambiado notablemente, ahora sonaba suave y melodiosa.
-Cheazaba luba.- Dijo mecánicamente Julián, como si fuera el nombre del hombre que le acababa de salvar la vida.-Es solo un sueño, sé que estoy metido en un sueño.
-No es tan así, pequeño, esto es tan real como lo que crees real. Busca tu camino y encontrarás la salida. Usa el talismán si fuera preciso.
Desapareció... Sin despedida, sin transición, sin más explicaciones.
Parecía que cada parpadeo de Julián evaporaba parte de su entorno.   
Las cobras, la tienda, el parque y la gran rueda ya no estaban, solamente quedaba la tierra apisonada, y sobre ella, los cadáveres despanzurrados de sus  dos amigos. Y él, Julián, que desde un punto abstracto del universo observaba todo. 
Vio a Verónica salir del jacuzzi junto a la vieja. 
Vio a Juana corriendo bajo la lluvia hacia el árbol que se le venía encima. 
Vio a sus padres en un avión azotado por la tormenta. 
Vio a Ramón caer a la fosa de los autos.
Oscureció...
-Tienes una misión que cumplir.- Le dijo una voz en la oscuridad. 
Abrió los ojos y vio al gordo de smoking en la pantalla del televisor. Estaba parado al lado de una estatua:" La esfinge": el monstruo con rostro de mujer, pecho, patas, cola de león, y alas de pájaro. Tallado en la meseta de Giza, Egipto. 
Julián se restregó los ojos, se sentía algo atontado luego de la feroz pesadilla, miró a su alrededor y lo que vio le confirmó que había regresado al mundo de los vivos, aunque le quedaba una especie de resaca por lo sufrido en sueño. 
Tenía la boca seca y la horrible sensación  de que sus amigos estaban muertos. Sacudió la cabeza como para sacarse semejante idea de la mente. 
El resplandor celeste que bañó sus retinas acoplado al fuerte estruendo lo despabiló totalmente. Llovía torrencialmente. Bajó los pies de la mesa y se frotó con ambas manos la cara y luego miró hacia el televisor para constatar que todo había terminado.
Pero el viejo estaba allí, sin inmutarse, esperándolo. Rápidamente buscó el control remoto que estaba a su lado, en el sillón. Lo agarró y cambió de canal, una y otra vez. Siempre aparecía el gordo. Estaba ahí, como pegado a la pantalla.
-Deja que te diga algo, pequeño. Te quedan tres días de vida. 
-¿Me está hablando?
-Sí.
-¿Tres días de vida?
-Ni uno menos, el lunes a las siete y diez.

  Arnaldo Zarza
                    Continuará.