sábado, 31 de julio de 2010

"Unos pocos días de primavera"

              Solo para mayores

              DOCE CAPÍTULOS
                      Parte X



Dos días después Ornella volvió a Italia, fue la última vez que la vi. Cuando la fui a buscar en taxi para llevarla al aeropuerto se creó una situación incómoda, desagradable. El galleguete también viajaba, y los tres debimos acomodarnos en el asiento posterior del auto, ella en el medio. Apenas subimos a la autopista empezó a refregarme la pierna. Habló todo el trayecto, me agradeció los servicios prestados y cada tanto, remarcando alguna frase, me acariciaba el muslo. Él miraba de reojo, sin decir palabra, con la misma sonrisa cínica que portaba durante  el breve encuentro que tuvimos en la puerta del departamento, cuando yo salía presuroso debido a los requerimientos de Ornella.
-Apúrate, debes irte ya. Juanito está llegando.-Yo ni siquiera tenía la cremallera subida, menos mal que estaba vestido, solo tuve que incorporarme, tomar el bastón, cerrar la bragueta, alisar un poco el traje y huir. Ahí estaba él, apareció de la nada, de este lado de la puerta, que estaba cerrada. No había tiempo para pensar la actitud a tomar. Abochornado, solo atiné a balbucear un saludo y a retirarme con cierta dignidad. Él devolvió el saludo con una inclinación de cabeza, parecía divertido con la situación.
El ascensor se puso en marcha, y una duda empezó a zumbar dentro de mí. En la calle, con el aire fresco de la madrugada, la idea siguió revoloteando.
¡Un voyeur! Eso es, no puede ser de otra manera. No lo vi entrar, el tipo seguramente estuvo todo el tiempo ahí, mirando lo que hacía su mujer conmigo. La idea me parecía horrible, aunque no falto de lógica. Con todo eso, me resistía a pensar que esa criatura tan dulce pudiera caer tan bajo. Así, con pensamientos tan encontrados pugnando por llegar a un acuerdo que me dejara conforme, caminé unas cuadras antes de tomar el taxi que me llevaría a casa. Era una mujer impredecible, no cabía dudas.
Finalmente embarcaron, me dio un beso en cada mejilla y me dijo al oído:
-Aquí se terminó todo abuelito. Fue muy lindo lo que pasó, ahora debes olvidarte de mí, no trates de comunicarte conmigo, piensa que lo que hemos hecho debe quedar como un dulce recuerdo.
Y desapareció.
Quedé solo en la inmensa nave de la terminal aérea. Solo en medio de un mundo de gente. Mirando sin ver, oyendo sin escuchar, Tratando, como en los velorios, de sobreponerme a lo inevitable. Con los recuerdos confusos y el gusto amargo en la boca. Tratando de analizar cada una de las acciones vividas durante la breve aventura, como si así las pudiera alargar o modificar a mi antojo.
Arnaldo Zarza.
                                 Continuará.


viernes, 30 de julio de 2010

"Unos pocos días de primavera"

Solo para mayores


Doce capítulos






Parte IX




¿Cuál de esas dos imágenes elegiría usted para acabar, Norberto?
La pregunta la formuló al día siguiente, en un encuentro casi de “prepo”, en un café de Rivadavia y Río de janeiro, a las ocho de la mañana. Recién amanecía cuando sonó el teléfono, ni siquiera dijo disculpe, como era su costumbre de hombre educado.
-Usted debe venir, han sucedido acontecimientos extraordinarios.-
Era un domingo lluvioso, y yo había dormido tres horas. No tuve tiempo de protestar, cuando quise reaccionar, Fabián ya había colgado.
El paraguas no sirvió de mucho, el viento soplaba fuerte, de frente.
Empezó a contar la historia, valía el madrugón. Las medias lunas y el café con leche hicieron su efecto benéfico, el sueño había desaparecido.
Sin prisa, paladeando las palabras, relató con lujo de detalles la aventura, y también sus vivencias. Como a las diez, con la segunda copa de ginebra, empezó a filosofar respecto a la imagen que se debe tener en la mente en el momento de acabar.
-Es como la paja.- Me dijo,-Para que sea eficaz se debe pensar en alguien.
Y me dio a elegir.
¿Cuál de esas dos imágenes elegiría usted para acabar, Norberto? ¿La del pecado, según la mirada católica, o con la carita de niña virginal?
Me causó gracia la ocurrencia de mi amigo, porque Ornella no tenía nada de carita virginal ni de niña. Claro que con las copas de más, la luz tenue y la calentura, no sería difícil hacerse la película.  
-No lo sé, tendría que haber estado ahí para elegir la imagen de mi conveniencia, pero estoy seguro, por lo que usted cuenta, que cualquiera de las dos opciones eran la correcta.
-Usted sabe, que por la premura del caso no atiné a usar condones, espero no tener complicaciones.
-¿De qué tipo?
-¡Hombre! que quede embarazada.
-Olvídese de eso, ella sabe cuidarse.
-Salí a las disparadas, un poco más y me hecha de la casa. ¡Qué carácter!
-Está medio piantada.
-No creo sea para tanto, pobre chiquilla.
Por momentos Fabián trataba de dar una apariencia de indefensa criatura a “la pobre chiquilla”, y en otros, la realidad lo contradecía. Y siguió contando.
-En un momento dado, ya no recuerdo la situación, la quiero besar en la boca, y me separa bruscamente, casi con desprecio. Me sentí humillado, pero no tan, como para retirarme, la excusa que me di a mí mismo fue el dolor de rodilla, y por qué no, la esperanza de que finalmente pasara algo. No podía entender como alguien tan dulce podía pasar a ser tan cruel en menos de lo que canta un gallo.

Con el vermut y la picada, a eso de las once y media, ya habíamos repasado en líneas generales todo lo acontecido durante la noche del día anterior. Solo quedaban detalles en el tintero, el resto de la conversación consistió en la repetición, con distintos matices, de los mismos hechos y situaciones ya hablados y analizados durante la mañana, tal vez con el agregado de algún comentario jocoso. Fue bueno ver a mi amigo paladeando cada una de las palabras que recordaban de aquella noche extraordinaria.
 
-La que volvió era otra persona, y no digo esto por los hábitos. Fue como si el incidente anterior no hubiera existido.- Me dijo bebiendo el segundo, o tal vez el tercer vermut.
-Estaba drogada, es obvio.
-No, fue cuando me dijo que solo besaba en la boca cuando estaba de novia. Pobre criatura.
Lo miré para contestarle con una puteada lo que pensaba de la supuesta criatura, no pude.
Era mi amigo, y no quería herirlo, que importaba que creyera lo que le diera gana si eso lo hacía feliz. Una aventura como esta era difícil que se le repitiera a sus ochenta y tres años, y vaya a saber si no era digna de ser publicada en los “Records guinnes”. Esta aventurilla, que en un principio parecía no llegaría a mayores, se convirtió en el volver a vivir de Fabián, fue la chispa que encendió nuevamente el motor de una vida que se había detenido en la monotonía.
Al día siguiente, por teléfono, ante la imposibilidad de encontrarnos por mis actividades cotidianas, siguió informándome de detalles olvidados, y otros recientes.
-¿Sabe que me dijo por teléfono?-No me dejó adivinar.-Me dijo que por la mañana se había acordado de mí.
-Abuelito, cuando me bañaba empezó a salir lo que me dejaste adentro. Un beso.-Dijo y cortó.
- Es una reventada.
-Probablemente.       
Arnaldo Zarza.
                              Continuará.








jueves, 29 de julio de 2010

"Unos pocos días de primavera"

                
               Solo para mayores


        Doce capítulos      Parte VIII


Ya conocía yo la puerta de roble blanco que se abrió apenas toqué el timbre, la misma a quién unos días atrás dije: “no juegues conmigo”. Me dio lo dos besos acostumbrados en las mejillas y me arrastró hacia adentro. Estaba linda como de costumbre y de excelente humor. El delantal verde que le cubría parte de la camisa y los pantalones, destacaba las curvas que debían ser destacadas. Había olor a algo rico que se cocía al horno, y la mesa del comedor preparada para una cena de dos, con candelabros y velas aun sin llamas, presagiaba una noche de definiciones, donde, me dije, tendría que jugar todas mis cartas, pues seguramente, no habría una segunda oportunidad.


Me sirvió unos bocaditos y vino tinto, luego se sentó en el otro extremo del sofá de tres cuerpos donde me hallaba.
-¿Te gusta Piaf?
-Sí, claro, me gusta mucho.
Fue hasta un aparato, manipuló algunos controles y volvió. La voz de Piaf, en un plano secundario, nos envolvió.
-Es de la obra teatral. ¿Te gusta el teatro?
-Ni mucho, ni poco, más bien me gusta leer.
-Bueno, a mí también, solo que…
Conversamos de todo un poco, y entre sorbo y sorbo de vino desgranó anécdotas graciosas de su niñez en Nápoles, y otras de su paso por España. El clima intimista que se estaba gestando potenció mi autoestima y la esperanza de que la aventura llegara a buen puerto. Estaba alegre, dicharachera, parecía ser la imagen de la felicidad. Yo festejaba sus chistes de buen grado, y observaba con placer cada uno de sus rasgos y mohines.
Y pensaba que…
Era una mujer hermosa y apetecible al alcance de un lobo hambriento en espera del momento oportuno de atacar.
Seguramente mi visión de los hechos resultaban excesivamente optimistas debido al alcohol. Aunque, debo admitir, que  por momentos me invadía el feo presentimiento de ser yo la criatura desamparada ante el acecho de un depredador despiadado.
Me reí de la ocurrencia. ¡Qué tonto era!
-¿De qué te ríes?
-De nada, solo…   
-No me vas a decir que te ríes de la nada, Pilluelo -Dijo con esa deliciosa tonadita tana/gallega que acariciaba como el terciopelo.
-Es que, se me ocurrió pensar que eras una pantera y yo tu presa.
-Que imaginación, abuelito.- Sonrió burlona, provocativa, abanicando sus largas pestañas.
Quedé mirándola, Indefenso, sin plan, sin coraza.
Abrió la boca para decirme algo, pero antes se pasó la lengua embebida en vino por los labios, dejándolos brillantes y cargados de erotismo. Cuando escuché su voz lánguida ya había iniciado el movimiento cansino, como  desperezándose, con el que se arrastró hacia mí por el tapizado de cuero negro del sofá. Empezaba a volverme loco.
-No está mal, tal vez sea una pantera.-Dijo, y ahora sus movimientos eran felinos en un cien por ciento.
Yo solo miraba, no se me ocurría abrir la boca. Y de pronto dice, como lo más natural.
- Abuelito, ¿ya quieres comer, o prefieres que sigamos hablando aquí?
¡Quién quería comer! Por dios.
-La comida puede esperar.-Oí decir a una voz débil que salía de muy dentro de mí.  
No contestó ni prestó la menor atención a mi dicho, tenía un objetivo que lo cumpliría dijese lo que dijera. Y siguió avanzando hasta que el trecho que nos separaba quedó en el límite de lo soportable.
El aroma a lavanda que despedía su piel, el leve jadeo de su respirar, y las dos botellas de cabernet no hacía más que exacerbar mis bajos instintos.
Intuía que el momento de definición había llegado. Dudaba entre ser delicado, o procaz. Finalmente opté por la primera opción, y fracasé.
La tomé de los hombros y tiernamente la atraje a mí con intención de besarla. Ella, con celeridad de experta en estas lides, puso la palma de su mano izquierda en mi boca, y la derecha en mi pecho, impidiendo el contacto. Miró derecho a mis ojos, estaba seria, desconcertante.
-Dime, ¿a qué has venido?
-Cómo a qué he venido.-Contesté automáticamente, pues no tenía respuesta a la pregunta.
-¿Acaso te doy asco?
Se levantó del sofá y rió de buena gana, la seriedad había desaparecido por arte de magia de su rostro.
-No seas tonto abuelito, los besos en la boca solo los doy cuando estoy comprometida.
Me levanté con cierta dificultad, la rodilla no me daba otra alternativa, y tratando de ser firme, le dije:
-No juegues conmigo, chiquita.-
_Haaa. Pillín, parece que estás muy apurado.
Otra vez se acercó provocativa, y quedó ahí nomás del toqueteo.
-Debes tener paciencia, abuelito, disfrutemos la noche, no la estropees.-Sus dedos tibios se posaron en mi mejilla, y cuando intenté hablar, se deslizaron hasta mi boca, sellándola.
No le hice caso; estropear la noche sería quedarme quieto.
-Espérame aquí unos segundos, quiero mostrarte algo.-Dijo y giró para alejarse. Dio dos pasos, y yo pegué un salto, impulsado por la pierna sana, pero al aterrizar casi todo el paso de mis cien kilos recayó en la pierna del problema.
Y comprobé que se puede ahogar un alarido. Apenas recuperé el equilibrio le pasé los brazos por la cintura y las subí hasta cubrir sus grandes tetas. Se quedó quieta por unos segundos, y hasta me pareció que tiraba el culito para atrás festejando la ocasión. No duró mucho, cuando mis manos recién comenzaban a explorar los dos tesoros ocultos, una voz dura, cortante, rompió la magia del momento.
-Basta…Basta.-No fue necesaria una tercera advertencia, la palabra tuvo el efecto de una descarga eléctrica, aparté las manos instintivamente, y quedé viendo como su trasero contoneante se alejaba para perderse en un pasillo oscuro.
Es como dijo Norberto, pensé, “una calienta bragueta”.
-Carajo, y yo aquí como un pelotudo, y esta rodilla de mierda, como duele.-Y… Tantas cosas que se me ocurrieron para insultarme e insultarla. Y también pensaba que no volvería, o que simplemente me echaría de la casa.
Llené una copa de vino y me senté en el sofá a esperar, o mejor dicho, a hacer tiempo para que se me pasara un poco el dolor de la rodilla y pensar en la acción a seguir. Edith Piaf continuaba con “La vida color de rosa”. De un solo trago vacié la copa, había tenido la precaución de traer la botella de la mesa.
A la tercera copa la rodilla ya no molestaba, y la vida nuevamente se teñía de rosa. Empecé a tararear la canción.
No me di cuenta que estaba allí, mirándome, vaya a saber por cuánto tiempo. En la penumbra que separaba el pasillo oscuro de la luz del living, apoyada en la arista de ambos, un poco borroneada por la escasa luz, me pareció ver, como dibujada al crayón, la imagen de una monja. Me enderecé perplejo. Apuré la media copa de vino restante, y no necesité aguzar la vista, ella vino a mí. Se había calzado los hábitos franciscanos, y hasta tenía puesta la capucha.
La noche se había puesto movida, y no alcanzaba a comprender cabalmente la intención de Ornella. La ropa de color habano parecía nueva, de esas que lucen magníficas en las películas, pero no en un convento. Traté de incorporarme, y sin palabras, me señaló que quedara donde estaba. No anduvo con vueltas, levantó el hábito tomándolo del borde que arrastraba por el piso, llevándolo hasta el ombligo. No tenía nada puesto, salvo una mata de pelos negros y ensortijados brotados del pubis, que contrastaba con la piel blanca y mórbida de sus muslos. Perdón, me olvidaba que también llevaba puesto un par de medias azules que le llegaban a las rodillas. Ja, ¡dónde me había metido!
-En el sitio ideal, dijo mi otro yo, y agregó: No te vas a poner a pensar en el por qué de las cosas justo ahora. No es momento de filosofar Fabián. Asentí y me entregué a lo que viniera.
Y lo que vino me transportó al paraíso, se subió a horcajadas entre mis muslos. Estaba seria, la capucha que cubría sus cabellos le daba un aire misterioso, dando la sensación de ser un monje de la santa inquisición.
Como si se tratara de un ritual desató lentamente el nudo de mi corbata, y desabrochó el primer botón de la camisa. Ahora la Piaf cantaba: “No, me arrepiento de nada”.
Después le tocó el turno a la bragueta. Supongo que sería cómico para un observador ocasional ver a un tipo de traje en esos menesteres. Claro que eso lo pensé recién cuando volvía a casa. El resto no duró mucho. Debo decir que la chica era hábil. Metió la mano en el nido y agarró a su presa sin preámbulos. Se echó un poco atrás y sin soltarla dijo:
-¡Que grande y duro, abuelito!
Y yo, que le iba a contestar, si no sabía si se estaba riendo de mí, o verdaderamente le perecía grande y duro. Recordé la frase de Gassman en “Il sorpaso”:-Modestamente…- Pero no la dije, por no quedar en ridículo.
Lo acarició con delicadeza, tomándose su tiempo, jugueteó con él como si fuese su osito de peluche preferido, sin omitir los besos, y poco antes que el muñeco reventara, se sentó encima y lo fue empujando milímetro a milímetro hasta el fondo del abismo, donde sobran las palabras.
Si el comienzo fue espectacular, al resto fue glorioso. Ornella cabalgaba sobre mi pelvis cual guerrero furioso, gritando y maldiciendo, revoleando los brazos como si sujetaran riendas invisibles que cada tanto me abofeteaban.
   Los pechos no los veía, pero los tenía bien sujetos por debajo de la sotana. El intenso trajinar corrió la capucha a un costado, descubriendo su carita cansada, cubierta de sudor. Mi imaginación volaba, y mi calentura no le iba en zaga. No tenía mucho tiempo antes que el goce final dejara la noche en el pasado. Y en ese ínfimo lapso debía elegir entre  la ternura de poseer a la chicuela de la  carita cansada, o a la monja que me montaba con furia.

Arnaldo Zarza.
                                  Continuará.

miércoles, 28 de julio de 2010

"Unos pocos días de primavera"


                                             Solo para mayores
Doce capítulos          Parte VII



La conocí en la cena, yo estaba ocupado sacando fotos y filmando el evento, igualmente, entre plato y plato pasé un buen rato con ellos.
Era linda, sí. No una belleza, pero tenía gracia y dos tetas impresionantes, como bien las había descripto mi amigo. ¿Qué más se podía pedir? Amable, culta, y con una tonadilla italiana que daba gusto oírla. Al rato hablábamos como grandes amigos, los tres. No había que ser un gran observador para notar que coqueteaba con mi amigo, aunque en ocasiones, como una veleta, también lo hacía con algún otro varón que tuviera a mano. Lo hacía sin recato, y hasta parecía que con inocencia, como me había dicho oportunamente Fabián. Sin dudas pertenecía a la clase de mujeres peligrosas para el macho que desea llevar una vida sin sobresaltos. Con el tiempo comprendí que su naturaleza era inclasificable, ni buena ni mala, por consiguiente, había que tomarla o dejarla, sin medias tintas.
Después de una ronda de fotos Fabián me dice al oído, cuando ella fue al baño.
-Me invitó a comer tallarines al departamento, va a cocinar para mí.
Casi le tuve envidia. Pensándolo bien, creo que debería sacar el casi. Pero era mi amigo, y lo alenté. Pensé en el bailaor de flamenco, y no dije nada, me pareció de mal gusto. Fue él quien lo mencionó.
-Espero que no se aparezca el galleguete, se puede armar la podrida.-Lo dijo belicoso.
Volvió de la toilette y se puso a contar de sus años de estudiante en España, y su amistad con Manuel, al que Fabián llamaba despectivamente galleguete. Y Juanito, como bien había supuesto mi amigo, se dedicaba al arte flamenco. Hacía tres años que había probado suerte en estas playas, y desde entonces comía seguido, y hasta se podía decir que tenía un moderado éxito en “Michelangelo”.
Habían tenido una pequeña aventura, dijo, pero esa historia pertenecía al pasado, ahora solo eran amigos.
Cuando me despedí, poco antes de los postres, me abrazó frotando sus pechos en mi remera húmeda. El beso fue en la boca, sin abrir los labios, pero en la boca, tampoco puedo decir que fuera un beso verdadero, más bien se trató solo de un roce, pero bueno, así estaban los tantos, era una situación delicada, por un lado estaba mi amigo, a quién no pensaba informarle del hecho. No valía la pena que pasara por un mal rato, teniendo en cuenta la naturaleza de la tanita.  
******
La cita fue para el martes por la noche, y nuevamente oficié de cómplice. En esta ocasión pasé a buscarlo por su casa  para llevarlo a la cena del comité.
Camino al departamento de Ornella me dice:
-Hace algún tiempo que tengo sueños recurrentes con la muerte.-Intenté hablar, me hizo un gesto con las manos para que callara.-Pero anoche pasó algo extraño, cuando la figura de capa y sombrero me tiene a tiro de guadaña, otra sombra salida de las tinieblas la decapita.
¿Y  sabe quién es mi salvador?-No dudé en contestar.
-Ornella.
-Bingo. Hasta aquí no parece ser raro, debido a la situación que estoy viviendo. Pero también pude ver el rostro de la cabeza decapitada.
-Y, ¿quién era?
-Clotilde.
Los bocinazos interrumpieron el diálogo. El semáforo estaba en verde. Apresuradamente puse la primera y partimos con un sacudón. Miré a uno y otro lado tratando de orientarme, por unos segundos no pude precisar dónde estaba. El resto del camino seguimos en silencio.
*****
Arnaldo Zarza.
                                          Continuará.

martes, 27 de julio de 2010

"Unos pocos días de primavera"
     
           Solo para mayores
     
                 Doce capítulos           Parte VI





La noche no fue diferente a otras en el aspecto externo. La cena, sin mucha charla, algo de televisión, el beso rutinario de las buenas noches, y un libro antes de apagar la luz.
Sin embargo, Fabián no tenía la menor idea de lo que ocurría a su alrededor. Su espíritu parecía haberse desprendido del cuerpo que realizaba las tareas mecánicas de comportamiento social para sumirse en un estado místico, Contemplativo. Ese universo de meditación tenía un único destino: Ornella.
Finalmente quedó dormido.
No alcanzaba a distinguir el rostro de la silueta de capa y sombrero, que con lentitud exasperante se acercaba inexorable. Ya sabía quién era, y si bien no le temía, necesitaba desesperadamente cerrar un pacto con ella, establecer una prórroga que le permitiese gozar  de la ilusión perdida. Una prórroga que le diera la oportunidad de amar.
Una oportunidad de sentirse nuevamente persona
Levantó las manos como para un armisticio, y en respuesta vio el filoso reflejo metálico de la guadaña en ominoso avance. El miedo, no a la muerte, si no a sus consecuencias, lo paralizó.
El ala del sombrero abrió un resquicio por donde se filtró la imagen de un rostro impreciso, casi sin luz, casi sin rasgos.
La noche se quebró con un grito espeluznante.
La cabeza se separó del tronco, y de ella el sombrero.
Ornella aun blandía la espada, que recorriendo un semicírculo, dibujó el trayecto con una llovizna de sangre.

 Arnaldo Zarza.
                                     Continuará.

domingo, 25 de julio de 2010

"Unos pocos días de primavera"
                        
             solo para mayores
              
            Doce capítulos                        Parte V



Me llamó por teléfono de un locutorio cercano a la vivienda de Ornella. No era el Fabián de siempre. Parecía un quinceañero celoso e inseguro.  
Le dije lo que me parecía:
-Es una calienta bragueta.
-¿Qué?
-Lo que escuchó, Fabián, una calienta bragueta.
-¿Por qué me dice eso, Norberto?
- Lo está calentando sin motivo aparente. He conocido a minas como esa.
-No piense así, a mi me parece que es un poco soñadora, y, aunque le resulte poco creíble, tímida.
Ja, tímida. No me animé a bajar de la rama a mi amigo. ¿Por qué herirlo?  
Cuando nos encontráramos ya tendría ocasión  de hacerle entrar en razón.
-¿Entonces nos vemos en la cena?
-Sí, Norberto, ya va a ver cuando la conozca que no es lo que usted se imagina. El culpable soy yo al transmitirle una imagen errónea de ella.
No pude con mi genio, y pregunté.
-¿Y el gallego?
-El galleguete es otra cosa.-Contestó cortante. Se despidió y corto.
Carajo, que metejón le había agarrado.

Arnaldo Zarza
                                            Continuará.

"Unos pocos días de primavera·
                          Solo para mayores
          Doce capítulos                          Parte IV




El encuentro programado me había puesto particularmente sensible.
En la tarde de octubre bañada por el sol cálido y sin nubes, la suave brisa primaveral rociaba las calles de aromas florales y garrapiñadas.
Mientras las golondrinas retozaban en la bóveda azul, la gente caminaba sin prisa por “Rivadavia”, mirando vidrieras, paseando, o volviendo a sus casas del trabajo. Los niños correteaban con sus cucuruchos de helados y los pájaros de los árboles cercanos trinaban alegres saltando de rama en rama. En ese ambiente bucólico, los colores me parecían más brillantes que de costumbre, y la gente, buena. Juro que no había consumido nada.
Dicen que la realidad se ve según el cristal con que se mire, el mío era el del amor.
La vida era bella, ese 28 de octubre.

Nos habíamos citado en la puerta de la confitería a las cinco de la tarde, el convite fue para enseñarle uno de los sitos típicos de la ciudad. En principio me había ofrecido para buscarla por su casa, pero no quiso, no hubo caso, se tomaría el subte.
-“Quiero aprender a manejarme sola en la ciudad”- Me dijo.  También me comentó que un amigo le prestaba el departamento.
Eran las cuatro y media, y ya hacía como diez minutos que caminaba por el frente de la confitería. Pensé en entrar y tomar un café para hacer tiempo, pero deseché la idea. -No sea que venga antes y no me encuentre-. Me acerqué a un kiosco de revistas y me apoyé sobre el bastón mientras hacía que miraba alguna cosa. Me dolía un poco la rodilla derecha, un problema en la rótula, que seguramente terminaría en manos del cirujano. Fue esa tarde, cuando llegó con media hora de atraso y ninguna disculpa, cuando me dijo que con el bastón parecía un abuelito. Se rió pícara, y me dio un beso en cada mejilla, como según ella lo hacían en Italia, o España, no recuerdo donde. A partir de allí siempre me dijo “abuelo” o “abuelito”, omitiendo mi nombre de pila.
Estaba más linda que días atrás, cuando la conocí. Esta vez tenía puesto una remera roja para el infarto, el escote no era muy grande, pero no hacía falta más, los pechos se dibujaban en la tela ajustada sin dejar margen a la imaginación, los pezones resaltaban favorecidos por el color y textura de la tela. Desgraciadamente traía pantalones, y no le pude ver las piernas.
Nos sentamos al lado de la vidriera que da a la calle, como ella quería.
La conversación fue amable y diplomática, como si los sucesos del viaje de la fábrica a Buenos aires no hubieran existido. Por más que le mirara las tetas descaradamente, mi autoestima fue decayendo a medida que pasaban los minutos, los sándwiches, masitas, y tés.  
Ella sonreía y no se daba por aludida, me contaba cosas de su facultad, me preguntaba sobre Buenos Aires, y trivialidades por el estilo. ¿Jugaba conmigo, yo era un tonto, o simplemente ella era así? Aun hoy no lo sé.  
Ya casi al finalizar la velada, después de pedir la cuenta, siento que un pie desnudo se mete por la botamanga del pantalón y me acaricia la pierna.
-Gracias Abuelito.-Me dice, tomándome las manos con sonrisa angelical.
Esa mujer me sorprendía, y lograba que de la nada tuviera una erección.
No quise salir de inmediato, pero ella ya se había incorporado, así es que, exagerando un poco mi cojera, salí algo encorvado y humillado del salón.  
Viajamos en subte, como era su deseo. Creo que la presencia de dos sacerdotes en el coche dio lugar a su pregunta.
-¿Crees en dios abuelito?
-Soy agnóstico.
-Lo suponía.
-¿Por qué?
-Escuché por ahí que eres masón.
-Haa. ¿Y vos?
-No siempre, a veces.
-¿Cómo es eso?
-Cuando tengo miedo.
-No es mala idea.-Dije riendo.- Es una manera de protegerte.
-De joven…-Me miró, quedó sin terminar la frase.
-Sos joven.
-De más joven, quise ser monja, hice el noviciado en un convento. Pero no tomé los votos.
-¿Qué pasó, perdiste la fe?
-Ya pasó mucho tiempo.
El subte se detuvo en la estación Perú, la escalera mecánica hasta la acera de Avenida de mayo fue un alivio para mi maltrecha rodilla.  
Chacabuco 120, segundo piso D. Timbre; y abre la puerta un morocho de no más de treinta, delgado, apenas más alto que ella, ojos negros, cabello enrulado, corto, rostro enjuto. Parecía un bailaor de flamenco, tenía las uñas largas, y el don de molestarme su presencia.
-Juanito, él es Fabián.-
-Vaya que es buen mozo el abuelo.-Dijo el galleguete sonriendo con sorna, antes de zamparle un beso, que no estoy seguro si fue en la boca, o por ahí cerca.
No me invitaron a pasar.
-Gracias abuelito, fue una tarde fantástica.-Me dijo bajito, adelantándose un paso hacia mí.-Te agradezco de corazón.-Tomó mi mano derecha y la posó en su seno izquierdo, cálido y mullido.
El contacto fue breve, letal. Mi cuerpo en cortocircuito temblaba, y en mi delirio, experimenté algo muy parecido a la felicidad. Torpemente quise retener su mano, que se escurrió de entre las mías con la facilidad de lo inalcanzable. Busqué en mi memoria las palabras que debía decir, pero no estaban, se habrían traspapelados por el desorden interno, pues sé que en alguna ocasión las había usado. El tiempo me jugaba en contra. Ella sonrió con malicia al cerrar la puerta
-No juegues conmigo.-Le dije a la puerta de roble que se ubicó frente a mis narices.

Arnaldo Zarza                   
                                                           Continuará.